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Sócrates (470-399 a.C.)

La juventud de Sócrates coincide con el esplendor de la Atenas de Pericles. Fue  hijo de Sofronisco, artesano aco­modado que ejercía el oficio de escultor, y Fenáretes, que después de la muerte de su marido trabajó como partera.

Adquirió su educación en las disputas filosóficas de la plaza pública. Pronto se desengañó de las discusiones y se consagró al estudio de los problemas del hombre en cuanto ciudadano, por considerarlos prioritarios en la Atenas de su tiempo. El hombre que le preocupaba no era el hombre abstracto, sino concreto, el ciudadano ateniense.

El procedimiento socrático para llegar al concepto universal se expresa en la mayéutica, método que a través de preguntas lleva poco a poco al interlocutor al conocimiento de la verdad. Sócrates cree en la existen­cia de ideas innatas en el alma de cada hombre, que se despiertan con ayuda de las preguntas que hace el maes­tro, o que se revelan por medio de la reflexión sobre sí mismo. En esto consiste su dialéctica: el arte de saber preguntar que, paso a paso lleva al interlocutor hasta la conclusión deseada. En Sócrates, la mayéutica va acompañada del uso de la ironía, cuya finalidad es preparar el entendimiento, liberándole del error y los prejuicios, con el previo recono­cimiento de la ignorancia. El reconocer que no se sabe nada es el principio de la sa­biduría.

Enseñaba oportuna e ino­portunamente por calles y plazas para despertar la conciencia de los atenienses, tra­tando de formar un grupo selecto que, más que discípu­los, eran amigos, sobre los que ejercía una influencia cer­cana a la fascinación, y a los que instruía en sus conver­saciones. Frente a los vicios, el lujo y afeminamiento, opo­nía una vida austera.

Murió condenado a beber la cicuta por no honrar a los dioses, introducir nuevos de­monios y corromper a los jó­venes. Sus últimos momen­tos conversando tranquila­mente sobre la inmortalidad del alma, han sido descritos de manera insuperable por Platón. Sócrates no escribió nada. Adoptó el diálogo para ha­cer más íntima la comunicación entre maestro y discípulo. En su doctrina insiste en que en la interioridad del hombre existe esa necesidad de reflexionar sobre sí mismo. A la pretenciosa omnisciencia de los sofistas opone modestamente su "sólo sé que no se nada. Dichoso yo si supiera lo que otros no vacilan en creer que saben. Cómo podría enorgullecerme". El principio fundamental de la sabiduría consiste en el reconocimiento de la propia ignorancia, y al mismo tiempo en reflexionar sobre el “yo” para cono­cerse a sí mismo. Pero esta reflexión no es un ensimis­mamiento, ni pura introversión; tiene como fin hallar el bien que le corresponde a cada uno y las normas prác­ticas que deben regir su vida moral, su perfeccionamiento y el de la ciudad.

Por todo esto, Sócrates refleja una viva conciencia de su misión pedagógica, ya que sin la educación, las mejores disposiciones naturales no logran desarrollarse ni llegan a dar buenos frutos. Tiene un concepto optimista y elevado de la natura­leza humana y de la dignidad del hombre como un ser privilegiado entre todos los demás, pues posee razón, palabra y capacidad de adquirir la ciencia. Distingue entre cuerpo y alma, y a ésta la concibe de naturaleza divina, invisible. Compara la muerte con un sueño sin sueños: se trata de la supervivencia del alma como una sombra, sin sensaciones ni voluntad.

Concibe dos clases de conocimiento: el de los senti­dos, que pertenece a las cosas corpóreas, particulares y mudables, y el de la razón, que conoce los conceptos universales. La razón le permite al hombre comunicarse con lo divino, o razón universal. Por ella puede reflexio­nar sobre sí mismo y descubrir los motivos que deben regir su conducta. Tiene gran confianza en el poder de la razón para descubrir los principios universales de la moral.

Siempre tuvo respeto y veneración hacia los dioses de Atenas y practicó el culto conforme a los ritos tradicionales. Manifestó su pie­dad en la oración, ofrecién­doles sacrificios (al morir encarga que sacrifiquen un gallo a Esculapio), en su obediencia. Parece que por encima de los dioses de la mitología universal admite la existencia de un dios úni­co, supremo, invisible, or­denador del mundo, aunque no creador. 
Sócrates da a la virtud un sentido exageradamente intelectualista y llega a identificarla con la ciencia. La vir­tud, además de poder ense­ñarse, es ante todo un saber, un conocer de qué es útil y de qué es perjudicial, para po­der obrar en consecuencia.

Referencia:
Jauregui, B. (2000). Ciencias Sociales y Humanidades. Consultor Estudiantil (Vol 3). ProLibros Ltda.