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El cine en Colombia: Años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX

Cartel de “El milagro de sal” (1958), de Luis Moya. Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, Bogotá.

El germen de un cine de autor

En los años cincuenta se hizo en Barranquilla, Colombia, el experimento aislado de un grupo de intelectuales -García Márquez (1927-2014), Álvaro Cepeda Samudio (1926-1972) y Enrique Grau (1920-2004)- de hacer una película de autor financiada independientemente y en condiciones no profesionales: “La langosta azul”, (1954). Se trataba de una curiosidad con visos poéticos y surrealistas, que evocaba la vanguardia europea de los veinte. Entre los demás intentos de la época, la única película de interés fue “El milagro de la sal”, filmada en Zipaquirá en 1958 bajo la dirección del mexicano Luis Moya y con la participación de conocidas figuras del arte, el teatro, la radio y la naciente televisión: Bernardo Romero Lozano, David Manzur y Julio Sánchez Vanegas. La cinta obtuvo un premio en el festival de San Sebastián, España.

En los años cuarenta y cincuenta se ensayó y se enterró definitivamente el esfuerzo de constituir una industria cinematográfica comercial sobre el esquema de las existentes en México, Brasil o Argentina. Los nombres de las compañías productoras de ese entonces, Ducrane, Patria Films, Cofilma, Procinal, Pelco, son el eco lejano de algo que no logró desembocar nunca en lo que se pretendía: crear cine colombiano. En todos los países del mundo, la salida del esquema industrial cinematográfico en busca de perspectivas más personalizadas e independientes está estrechamente unida tanto a un cambio de actitud estética como a las posibilidades ofrecidas por la tecnología. El desarrollo de formatos económicos y de equipos ligeros rompió la barrera de una producción pesada, masiva, necesariamente ligada a grandes capitales. Intentos como el de “La langosta azul” permiten detectar por primera vez en el país, la necesidad de expresarse a través del cine.

“La langosta azul”, 1954.
“La langosta azul”, 1954, es un cortometraje de ficción que dura 29 minutos. El argumento se basa en que un agente secreto extranjero investiga la presencia de radioactividad en unas langostas capturadas en un poblado de pescadores del caribe. Mientras descansa en su hotel, un gato le roba la langosta azul. Angustiado, emprende la búsqueda del marisco radioactivo por el pueblo y sus alrededores.

Por otra parte, “El milagro de la sal” es el único ejemplo de la década de los cincuenta en que una película colombiana ofrece una estructura narrativa y técnica relativamente sólida y cuenta una historia de una cierta coherencia identificable con la realidad colombiana. Sin embargo, su línea comercial no encontró continuidad en ese entonces.

José María Arzuaga y Julio Luzardo

Un momento importante llega en los años sesenta. Se trata de una promesa fallida pero que esta vez, no está representada por proyectos o nombres de compañías, sino por películas reales. La positiva y frustrada tendencia neorrealista de los años sesenta, representada en José María Arzuaga y Julio Luzardo, dio el impulso temático y estético más importante en la historia del cine colombiano, un impulso que, sin embargo, no dio frutos permanentes. El español Arzuaga hizo suyo el proyecto “Raíces de piedra”, una historia en los chircales de Bogotá cuyas imágenes tienen una fuerza insólita y desconocida en el cine colombiano. La película, sin embargo, sucumbió a limitaciones técnicas: debió ser doblada en España por actores españoles, tenía graves irregularidades narrativas y fue mutilada por una censura que pensó que la cinta distorsionaba la imagen del país. Algunos premios internacionales reconocieron que aquí había posibilidades nuevas para el cine colombiano.

Imágenes de la película “Raíces de piedra”, (1961).
Imágenes de la película “Raíces de piedra”, (1961). Trata sobre la problemática social de los chircaleros (fabricantes de ladrillos) que habitaban en los barrios marginales al sur de Bogotá.

Arzuaga hizo en 1965 una nueva película, “Pasado el meridiano”, esta vez emulando el lenguaje europeo de la nueva ola francesa y del cine de Michelangelo Antonioni (1912-2007). “Pasado el meridiano” es una película tan profundamente colombiana como “Raíces de piedra”, sólo que desde una perspectiva más interiorizada. De nuevo las enormes limitaciones técnicas y económicas impidieron que las ideas de Arzuaga, complejas e imaginativas, tomaran forma válida, hasta el punto que la película resulta muy difícil de ver debido a su torpeza de ejecución.

Julio Luzardo, con menos talento que Arzuaga, participó en el cine de los sesenta con películas que, a diferencia de las del español, pueden ser consideradas, no como un paquete de intenciones frustradas sino como una realización lograda: “Tiempo de sequía”, “La sarda” (que con “El zorrero”, de Alberto Mejía, conformaron el largometraje “Tres cuentos colombianos”) y “El río de las tumbas” son, por ello, y pese a sus imperfecciones, importantes realizaciones del cine colombiano. Las tres películas de Luzardo en los sesenta (que por desgracia no tuvieron continuidad) fueron con las de Arzuaga los momentos más interesantes de un cine colombiano argumental de identidad nacional. Irregulares e insatisfactorias en algunos aspectos, siguen siendo válidas en su cuidadosa observación de la provincia colombiana y del fenómeno de la violencia en este país.

“El zorrero” (1962). “Pasado el meridiano” (1965).
Foto de cartelera de “Pasado el meridiano” (1965). Fernando Gonzales Pacheco en “El zorrero” (1962). Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, Bogotá.

Arzuaga y Luzardo se constituyeron con ello, en los dos únicos clásicos del siglo XX con que pudo contar el cine colombiano. Arzuaga, sobre todo, creó imágenes que demuestran una sensibilidad que sólo se ha repetido en la actualidad, con Víctor Gaviria. “Raíces de piedra” y “Pasado el meridiano” son películas malogradas por las precarias condiciones de producción, por la carencia de colaboradores técnicos a la altura de las exigencias e ideas de su director; son los clásicos fallidos del cine colombiano, insuficientes en sí mismos pero que, son valiosos como testimonios e indicadores.

En grado menor puede decirse lo mismo del cine de Julio Luzardo, más acabado técnicamente que el de Arzuaga, más presentable, aunque varios grados menos, sensible. “Tres cuentos colombianos” y “El río de las tumbas” completan lo que podría considerarse el exiguo segundo cine colombiano (el primero fue el mudo de los años veinte), que podría haberse constituido en simiente de algo bueno y permanente.

Fotograma de “El río de las tumbas” (1964) Fotograma de “El río de las tumbas” (1964), de Julio Luzardo. Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, Bogotá.

Cine político y marginal

A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, el cine colombiano asumió dos formas que establecieron de una manera, más o menos definitiva, la actividad cinematográfica en el país: el cine marginal, con sus documentales independientes de contenido político y social, y el cortometraje de sobreprecio, surgido con base en una legislación de fomento. Los años sesenta y setenta están marcados en todo el orbe, pero muy especialmente en el Tercer Mundo, con la aparición de los diversos cines políticos y de lucha. La candente actualidad, la sensibilización y la radicalización política, en artistas e intelectuales, llevaron al surgimiento de un limitado cine colombiano marginal, un cine de contrainformación y de didáctica política, un cine de consigna, al mismo tiempo analítico y emotivo.

Los escasos productos de este cine llevaron a Colombia, por primera vez, a foros internacionales. El encarcelamiento por razones políticas del realizador Carlos Álvarez, lo convirtió en símbolo mundial de una expresión artística amordazada y durante mucho tiempo sólo su nombre (y poco después los de Marta Rodríguez y Jorge Silva) fue considerado cine colombiano legítimo.

Si el cine de Álvarez puede ser visto fundamentalmente como coyuntural, Marta Rodríguez y Jorge Silva siguieron con el suyo un camino propio de reflexión antropológica y política, un cine de observación y paciente respeto de la realidad, que terminó en ocasiones produciendo imágenes fuertes e inolvidables. Particularmente “Chircales” (1970) y “Nuestra voz de tierra” (1982) poseen una permanencia humana y estética difícilmente lograda por otros productos y cuya fuerza era, y sigue siendo, el ser fruto de largas, pacientes y sensibles observaciones de la realidad, obtenidas por medio de una presencia intensa en el medio registrado y un estrecho trabajo de integración y colaboración con las personas y comunidades humanas. Es un cine que se difundió en grupos precisos y nunca en sectores amplios, pero que tuvo en el exterior (particularmente en Europa) una amplia acogida y admiración.

Marta Rodríguez en la filmación del documental “Chircales”
Marta Rodríguez en la filmación del documental “Chircales”

Como en otros países, la ausencia de canales libres o disponibles de expresión dio paso a la utilización de los formatos reducidos y a la exhibición ante grupos concretos y alternativos, combinada con otras actividades políticas y culturales. La búsqueda de una estética tercermundista, impulsada por la revolución cubana, la revolución cultural china y la izquierda intelectual europea, hizo surgir un cine cuyos patrones, por lo general, se convirtieron muy pronto en cliché pero que, cuando fueron manejados por realizadores de talento produjeron obras apreciables.

Directores como Alberto Mejía y Diego León Giraldo participaron en la tendencia del cine marginal. Dentro de ella comenzaron su carrera dos realizadores caleños que con el tiempo se centrarían en modelos más comerciales de trabajo: Carlos Mayolo (1945-2007) y Luis Ospina (1949-2019). Su cine está más marcado por ciertas tendencias de vanguardia y a diferencia del cine marginal bogotano, observaba críticamente la realidad, pero con un toque surreal, sarcástico y distanciado. “Oiga vea”, de Ospina y Mayolo, fue una interesante aproximación de contrainformación, a propósito de los Juegos Panamericanos de 1971.

Luis Ospina y Carlos Mayolo en los años setenta
Luis Ospina y Carlos Mayolo en los años setenta

Con la crisis de Focine, Ospina regresó al estilo libre de documental de sus comienzos, sirviéndose del vídeo. Este cine marginal y el documental político y antropológico, que en los años setenta logró hablar un lenguaje propio y llamar la atención internacional, fue frenando poco a poco el ritmo de producción, hasta llegar casi, a desaparecer.

El sobreprecio

El cine marginal de los años sesenta tuvo un efecto inmediato en las tendencias comerciales: la presión para obtener del Estado un apoyo a la creación cinematográfica, a partir de la conciencia cada vez más clara, de que era imposible hacer un cine colombiano y competir con los grandes monopolios internacionales de exhibición y distribución sin fomento oficial. Surgió de ahí la “ley del sobreprecio” de las entradas a los cines, con la obligación de exhibir en cada sesión cortometrajes nacionales. Se trataba de una ley bien intencionada, pero de fatal manejo. A partir de 1972, los teatros comerciales se vieron obligados a exhibir con cada largometraje una película documental o argumental de corta duración, con el fin de estimular la producción cinematográfica nacional.

A cada espectador se le cobraba un aumento sobre la entrada a cine, destinado en partes proporcionales al productor del corto y el exhibidor. Para algunos esta fue la ocasión de experimentar, de practicar un lenguaje y de llegar a un público hasta entonces inaccesible. Pero para una gran mayoría (entre ellos el gran monopolio nacional de exhibición) la nueva ley se convirtió en inesperada fuente de ingresos. La producción de cortometrajes «de cuota» de ínfima calidad fue enorme, y la junta de calidad establecida para aprobar su exhibición se demostró incapaz de oponerse a las presiones de todo tipo.

Un segmento de «sobreprecistas» produjo un estilo crítico-social al lado de los marginalistas: películas como “Corralejas”, “El oro es triste”, “La Patria Boba” y “El cuento que enriqueció a Dorita”, fueron panfletos de impacto inmediato, que incluso llegaron a ser acogidos por festivales internacionales, pero cuya entidad se desmoronó en muy poco tiempo. Esta generación de cineastas, algunos de ellos educados en escuelas de cine del exterior, fue la primera con que contó luego Focine para la producción de nuevos largometrajes en Colombia: Ciro Durán, Mario Mitrotti, Luis Alfredo Sánchez, Lisandro Duque y Francisco Norden.

En la época del sobreprecio algunos realizadores se aventuraron a crear un cine argumental independiente en 16 mm con resultados desiguales. Particularmente interesante -y todavía válida- es la cálida e inteligente historia en blanco y negro llamada “Cuartito azul”, dirigida por Luis Crump y Sebastián Ospina.

Primeros largometrajes de los años setenta

Ciertos directores, entre ellos algunos provenientes del sobreprecio, quisieron dar el paso a algo que mezclara el atractivo comercial con el comentario sociopolítico, evitando pretensiones estéticas. “Mamagay”, de Jorge Gaitán Gómez, “El candidato”, de Mario Mitrotti, y “El Patas”, de Pepe Sánchez, son ejemplos de esta tendencia que no produjo mucho interés y que se resquebrajaron ante los obstáculos de promoción, distribución y exhibición.

Carteles de largometrajes de los años setenta: “Mamagay”, “El candidato” y “El Patas”.
Carteles de largometrajes de los años setenta: “Mamagay”, “El candidato” y “El Patas”.

En esta misma época Ciro Durán hizo una serie de cortometrajes en 16 mm, que terminaron convirtiéndose en un largometraje que documenta la situación de los niños bogotanos de la calle. “Gamín” es una película ambigua, cuyo retrato despiadado de la realidad se mezcla con comentarios y aprovechamientos oportunistas, que dieron su fruto en un éxito internacional inesperado. Películas como “Gamín” son el blanco de la crítica de la cinta “Agarrando pueblo”, de Carlos Mayolo y Luis Ospina, un ácido e inteligente comentario a la llamada «pornomiseria», que estaba cundiendo en la producción cinematográfica del país, sirviéndose de la moda tercermundista y particularmente latinoamericanista entonces viva en Europa.

Sólo una película de largometraje intentó liberarse de las características esclavitudes y funcionar por sus propios medios. “Canaguaro”, del chileno Dunav Kuzmanich, se convirtió en una especie de leyenda, pero también en una respuesta para nada concreta y efectiva a las necesidades del cine nacional. Es cierto que la cinta posee un cierto aliento épico y momentos de veracidad e identidad ausentes de los largometrajes comerciales, pero sus interminables defectos técnicos y narrativos, prácticamente la inutilizan y hacen de ella un paquete más de buenas intenciones.

Escena de “Canaguaro”, 1981.
Escena de “Canaguaro”, 1981. Este filme relata la situación vivida en los Llanos Orientales durante la época de La Violencia en Colombia, con una mirada crítica a la manipulación de la clase política.

Generación del cine amateur en los años 70

Los setenta trajeron otro movimiento más prometedor, aunque impedido por factores como la falta de políticas de fomento y la improvisación en los métodos de producción. Se trató de un grupo de cineastas surgidos del cine amateur en Super 8 o 16 mm, cuyo aprendizaje tuvo lugar en la práctica y que fueron profesionalizándose y produciendo obras convincentes. Víctor Gaviria (tal vez el ejemplo más llamativo) provenía de la literatura y comenzó a emplear el Super 8, como medio de expresión personal, en películas que reflejan el mundo y los intereses que lo mueven y un ambiente realista con marcado aliento poético. “Buscando tréboles”, “La lupa del fin del mundo”, “El vagón rojo” y “Sueños sobre un mantel vacío”, fueron los productos más llamativos de esta etapa, un cine, por desgracia, de muy difícil acceso para el público y de grandes limitaciones técnicas. Gaviria pasó pronto a los cortometrajes de sobreprecio, en los cuales, en dos ocasiones, repitió con variantes sus creaciones en formato pequeño.

Referencia:
Álvarez, L. A.(2007). Arte 2. Gran Enciclopedia de Colombia. Círculo de Lectores.

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