La ecología
“Las comunidades naturales de la Tierra”
La palabra ecología fue acuñada en 1866 por el zoólogo Ernst Haeckel (1834-1919), conocido como «el Darwin alemán», que la definió como «la relación del animal con su ambiente, tanto orgánico como inorgánico». Se deriva del griego oikos, que significa "hogar" o "sitio donde vivir". Para Haeckel, las plantas, los animales y el ambiente en el que viven no se pueden comprender por separado. Todo está conectado en una compleja red de relaciones. Pero la ecología fue poco más que una palabra hasta que los científicos del siglo XX añadieron algo de sustancia al concepto original.
En la década de 1920, el biólogo alemán August Thienemann (1882-1960) introdujo el concepto de “niveles tróficos”, los peldaños de la escala alimentaria, ocupados por diferentes organismos. En la base se encuentran las plantas verdes, que transforman la energía del sol en alimento para los herbívoros. Éstos, a su vez, son devorados por los carnívoros. El ecólogo británico Charles Elton (1900-1991) se pasó veinte años estudiando la fauna de las praderas, los bosques y los ríos de las proximidades de Oxford y concibió la idea de los nichos ecológicos (las funciones desempeñadas por los diversos organismos).
El auge de la ecología acabó con las cómodas divisiones en las que los científicos habían clasificado la naturaleza. La ecología comenzó siendo una rama de la biología, pero en los años sesenta había adquirido significado político. Los problemas de superpoblación, contaminación y destrucción de la naturaleza sólo se podían estudiar utilizando los conceptos ecológicos. Un pequeño cambio en un ecosistema, como la eliminación de una especie aparentemente insignificante, podía ejercer grandes efectos en el conjunto. Esto le sonaba a música a los críticos sociales como Theodore Roszak, que en 1973 describió la ecología como «ciencia subversiva» con una sensibilidad «holística, receptiva, digna de confianza, no manipuladora, y profundamente arraigada en la intuición estética».
Primavera silenciosa
En los años cuarenta y cincuenta, la industria química produjo nuevos pesticidas de gran potencia para combatir a los insectos y otras plagas. Entre ellos figuraba el insecticida DDT, que mataba a los piojos portadores del tifus y a los mosquitos transmisores de la malaria. El DDT salvó miles de vidas, pero tenía un fallo: permanecía en el ambiente, acumulándose incluso en la grasa humana y la leche materna.
En 1962 Rachel Carson (1907-1964) hizo sonar la alarma. Carson era una bióloga que trabajó varios años para el Departamento de Pesca de Estados Unidos. Su libro “Primavera silenciosa” (1962) denunciaba la acumulación de pesticidas en el ambiente y puso en marcha el movimiento ecologista. Algún tiempo después, se prohibió el DDT en todo el mundo.
El efecto invernadero
La energía solar por sí sola no basta para mantener la Tierra tan caliente como está. Las temperaturas se mantienen gracias a un fenómeno natural conocido como «efecto invernadero». Sin él, la temperatura de la superficie terrestre sería 38 °C más baja.
Cuando los rayos solares llegan a la superficie de la Tierra, ésta se calienta e irradia energía. Esta energía calórica es absorbida por el dióxido de carbono y el vapor de agua de la atmósfera, y permanece ahí. El primero que explicó este efecto fue el químico sueco Svante Arrhenius (1859-1927) en 1896. La cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera ha aumentado desde 290 partes por millón a finales del siglo XIX a más de 350 en la actualidad. De continuar así, se acelerará el calentamiento global, porque el dióxido de carbono absorberá mucha más energía irradiada por la Tierra.
En los últimos 100 años, el dióxido de carbono vertido en la atmósfera por las fábricas y las quemas agrícolas ha contribuido a elevar medio grado centígrado la temperatura de la atmósfera terrestre.
El agujero de la capa de Ozono
En 1982 los científicos que trabajaban en la Antártida observaron que la capa de ozono de la atmósfera se volvía más fina. El ozono, una forma del oxígeno, forma un escudo que impide el paso de los dañinos rayos ultravioletas, de modo que se trataba de una mala noticia.
A Sherwood Rowland (1927-2012), científico de la Universidad de California, no le sorprendió el descubrimiento. Hacía más de diez años que había estudiado lo que ocurre con unos gases llamados clorofluorocarburos (CFC), empleados en los refrigeradores y los aerosoles. Al nivel del mar, los CFC persisten indefinidamente, pero cuando ascienden a las capas altas de la atmósfera, la luz ultravioleta los descompone, liberándose cloro. Y el cloro destruye el ozono.
Gaia
Los ecólogos piensan a lo grande, pero pocos elaboran teorías tan llamativas como el británico James Lovelock (1919- ), autor de la hipótesis “Gaia”, así llamada en alusión a la antigua diosa griega de la tierra. Según Lovelock, la Tierra entera funciona como un organismo. Todos sus sistemas vivos trabajan para mantenerla en condiciones habitables por los demás. Como cualquier ser vivo, la Tierra puede ponerse enferma -por ejemplo, por contaminación del aire- y tratará de combatir la infección. La idea es a la vez una bella metáfora y una teoría científica, y ha sido adoptada con entusiasmo por la cultura «nueva era». En cambio, los científicos se mantienen escépticos.
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