Restauración borbónica en España (1874-1900)
El 3 de enero de 1874, el general Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque, que ocupó con sus fuerzas militares el Congreso de los Diputados, ponía fin al breve paréntesis de la Primera República española. Once meses había durado el intento de racionalizar la vida política del país, tiempo escaso para que cualquier régimen político pueda demostrar su capacidad y eficacia. De hecho, los militares sublevados cortaron una experiencia que quizá pudo haber reorientado el futuro español hacia horizontes distintos, pero lo cierto es que el ejército conocía perfectamente un orden político basado en la monarquía, y aunque había combatido a esta institución en varias ocasiones, siempre promovió soluciones monárquicas -caso de Amadeo de Saboya, tras el derrocamiento de los Borbones-.
Este ejército constituía un ente de desproporcionadas dimensiones para las necesidades del país. Perdidas las colonias, fueron muchos los militares que regresaron a la metrópoli, conformando así un cuerpo militar cuantitativamente excesivo para la nueva realidad de un país que prácticamente había perdido su imperio colonial. A partir del golpe de Estado de Pavía, el ejército español, salvo brevísimas coyunturas, no desempeñaría ya un papel reformador, progresista o liberal como antaño. Ahora, sus intervenciones tendrían un sentido eminentemente conservador. Perdidas las colonias, se adjudicaría la misión de mantener el orden interno del país.
Tras su acción liquidadora, el general Pavía reunió a varios generales y políticos conservadores, acordando ceder el gobierno al general Serrano, el viejo compañero de Prim durante las jornadas del derrocamiento de los Borbones en 1868. Serrano disolvió oficialmente el régimen republicano, reprimiendo algunos intentos federalistas, y nombró presidente del Consejo de Ministros a Zabala. Curiosamente, los adversarios más serios de Serrano serían los carlistas -un heterogéneo movimiento, tras cuyo integrismo formal se parapetaban rebeldías sociales y políticas de signo variado-, los cuales llegaron a poner sitio a Bilbao, conquistando las ciudades de Cuenca y Albacete. Fue en estas circunstancias cuando se produjo un nuevo golpe de Estado, ahora promovido por el general Martínez Campos, en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874, proclamando rey a Alfonso XII, de la casa de Borbón.
La larga Restauración
Martínez Campos propició un régimen monárquico que duraría exactamente 48 años, hasta septiembre de 1923, cuando otro general disolvió el Congreso de Diputados por indicación de Alfonso XIII.
El ejército, pues, había restaurado a los Borbones en el trono, en la persona de Alfonso XII, hijo de Isabel II. La aquiescencia militar fue total, y los pocos discrepantes, como el general Serrano, se exiliaron. El nuevo monarca contaba 17 años de edad, y era un hombre sosegado, que no gozaba de excesiva buena salud. Sin embargo, la gran figura política de aquella nueva etapa sería esencialmente Antonio Cánovas del Castillo, un político andaluz nacido en 1828, que se licenció en Leyes, y que durante la Vicalvarada se había significado por su amistad con el general O'Donell.
Cánovas del Castillo ideó el sistema político de la Restauración, y le dio un personalísimo contenido con la Constitución de 1876. Esta Carta Magna proporcionaba al monarca cierta capacidad de acción: coparticipaba con las Cortes del poder legislativo; disponía del derecho de veto; le facultaba para nombrar senadores y al presidente de la Cámara Alta; él convocaba las Cortes y podía suspenderlas; éstas, a su vez, podían intervenir en las cuestiones sucesorias dinásticas y en la regencia.
Políticamente, se organizaron dos grandes partidos: el Conservador, dirigido por el propio Cánovas, y el Liberal, conducido por Práxedes Mateo Sagasta. El partido canovista era la expresión política de la oligarquía agraria castellano-andaluza y de la élite funcionarial de la capital del reino; los liberales se abrogaban la representación de la burguesía industrial y comercial. Las clases populares quedaban al margen del juego político en esta democracia censitaria, La Restauración fue en realidad un pacto entre las oligarquías del país, y una de sus consecuencias fue el surgimiento de un fenómeno sociopolítico de nefastas consecuencias: el caciquismo. Este sistema, basado en la hegemonía de un cacique -conectado con los poderes oligárquicos- sobre el pueblo, una aldea o un municipio, impidió el desarrollo político del campesinado, que gradualmente fue ganado para el ideal anarquista. Fue en aquella etapa “restauradora” cuando se fraguó entre las clases populares la idea, de consecuencias tan profundas, de que “del Estado nada bueno podía provenir”, pues era un ente que se alimentaba a sí mismo, autosuficiente, y compenetrado con la oligarquía agraria, mercantil y administrativa. Los partidos eran meras variantes formales de un mismo modo de entender la sociedad.
En política exterior, un grave problema acosó a los restauradores: la guerra de Cuba, que movilizó nuevas energías militares hacia la isla del Caribe, mantenida precariamente por la férrea acción represora del general Martínez Campos. En el interior del país, el carlismo siguió sus acciones. En vísperas de la Restauración, el pretendiente Carlos disponía de unos 80.000 hombres armados, especialmente en el País Vasco, Cataluña y Levante. Para afrontar el desafío carlista, las tropas gubernamentales pasaron a la acción y tomaron sucesivamente Seo de Urgel, Irún, Tolosa y Estella, en 1876, en lo que fue la última «guerra carlista», aunque no el fin del carlismo como opción política.
Sagasta sucedió a Cánovas en la jefatura del gobierno en febrero de 1881, iniciándose de hecho el sistema de turnos de los “dos partidos únicos”. Durante su mandato, restauró la libertad de prensa.
En noviembre de 1885 falleció prematuramente el monarca, y asumió la regencia María Cristina, con quien el rey había contraído segundas nupcias, y que se hallaba encinta -tenía además dos hijas hembras-.
Aquel mismo año, Cánovas y Sagasta firmaron el Pacto de El Pardo, institucionalizando el implícito sistema de turnos políticos: hasta 1890 gobernarían los liberales; de 1890 a 1892, los conservadores; de nuevo los liberales hasta 1895, y los conservadores hasta 1897; una vez más los liberales, relevados en 1899 por los conservadores; y en 1900, los liberales regirían el país hasta 1902.
Poco antes de finalizar el siglo se produciría una acumulación de acontecimientos importantes: nacimiento, en mayo de 1886, del hijo póstumo de Alfonso XII; incidentes en Marruecos; guerra en Cuba y Filipinas (1890-1895); y muerte de Cánovas, en un atentado llevado a cabo por el anarquista Angiolillo, el 8 de agosto de 1897.
El poscanovismo
Muerto Cánovas del Castillo, Sagasta se convirtió en el más importante de los políticos del sistema. De hecho, toda la política económica de la Restauración tuvo como eje central para la metrópoli el proteccionismo, especialmente reclamado por la burguesía industrial -textil catalana-.
Obsesionados por compensar la deficitaria balanza de pagos, los sucesivos gobiernos restauradores promovieron una permanente exportación aurífera, al tiempo que aumentaban la circulación monetaria, generando una insuperable inflación. Desde una óptica social, el ministro Segismundo Moret se limitó a mejorar las condiciones de trabajo, para cortar la sangría que representaban los accidentes laborales, así como a regular el trabajo de mujeres y niños, pero las clases trabajadoras siguieron siendo ciudadanos de segunda clase. No contaban para la política, y ello en una Europa en la que las grandes potencias, como Gran Bretaña y Francia, habían procedido ya a profundas reformas políticas y sociales.
Las guerras coloniales fueron una pesada carga, que se generó en la fase canovista de la Restauración. Cuba, Puerto Rico, diversas islas antillanas, y el archipiélago de las Filipinas, fueron los territorios en los que España tuvo que afrontar la intervención estadounidense en interesado apoyo a los movimientos independentistas allí existentes. El conflicto en torno a Cuba fue especialmente doloroso para la metrópoli.
Las apetencias estadounidenses sobre las islas del Caribe dominadas por los españoles, eran una realidad ampliamente divulgada. Estados Unidos presionaba sobre el gobierno español para la compra de aquellos territorios.
La última fase del movimiento independentista cubano se inició en febrero de 1895, con el Grito de Baire. Cánovas envió allí al general Martínez Campos, imbuido de la necesidad de «salvar el honor a toda costa», y al frente de cien mil soldados. Fracasada la gestión represora, Martínez Campos fue sustituido por el poco hábil general Weyler. Mientras, en la metrópoli, Pi y Margall, Maura y Moret señalaban la necesidad de autonomizar la isla, pero el gobierno se involucró más y más en una guerra imposible. Muerto Cánovas, le sustituyó Sagasta, quien a su vez sustituyó a Weyler por el general Blanco, concediendo la autonomía a Cuba y Puerto Rico en 1897. La solución era tardía. Los rebeldes, animados por el apoyo estadounidense, prosiguieron su lucha independentista. El 15 de febrero de 1898 hizo explosión, en el puerto de La Habana, el crucero Maine, de la marina de Estados Unidos. Este país acusó a los españoles de la acción -años después se demostró que fue un accidente de la tripulación-, declarando la guerra. La guerra con Estados Unidos fue breve, y naturalmente victoriosa para este país.
El gobierno español se sintió impotente, condicionado por la casta militar y su obsesión de «salvar el honor», y acorralado por la agitación republicana que apoyaba el abandono puro y simple. Se decidió finalmente por la primera opción, ante el temor de un golpe de Estado. El 3 de agosto de 1898 la escuadra del almirante Cervera era aniquilada por la poderosa flota estadounidense, que no sufrió prácticamente bajas. El combate se desarrolló en las cercanías de Santiago de Cuba. Casi paralelamente, en Filipinas, los insurrectos, apoyados de manera abierta por tropas estadounidenses, ocuparon finalmente Manila.
El fin del Imperio era una realidad. Derrotado, el gobierno español acudió a las negociaciones de París dispuesto a ceder a las exigencias de Estados Unidos, y el 10 de agosto de 1898 aceptaba la pérdida de Cuba, Puerto Rico y el resto de islas caribeñas, así como Filipinas y la isla de Guam, en el Pacífico asiático. A cambio, el gobierno español recibió 25 millones de dólares. Asimismo, por 25 millones de marcos cedía a Alemania los archipiélagos de las Carolinas, las Marianas y Palaos, en el Pacífico.
Sagasta cesó en el gobierno, y le sustituyó Francisco Silvela en marzo de 1899, que a su vez fue reemplazado por el general Azcárraga en octubre de 1900. Al año siguiente, Sagasta asumía de nuevo el cargo. Fueron cambios en una etapa de transición, a la espera de la mayoría de edad del nuevo rey, Alfonso XIII.
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