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Platón: El alma humana

¿Cree usted en la inmortalidad del alma? ¿Se acaba todo con la muerte? ¿Hay, al menos, motivos para esperar una vida futura? Los documentos que nos han llegado de las civilizaciones más antiguas: sumérica, babilónica, índica, sínica, egipcíaca, etc., hacen referencia de una manera o de otra a la perduración del individuo después de la muerte. La antropología no conoce un solo caso de un pueblo o tribu primitiva en donde no exista cierta creencia, más o menos ingenua, sobre la permanencia del individuo después de la muerte, creencia que se refleja de muchísimas formas en las prácticas religiosas y culturales.

La civilización griega no constituye una excepción de este fenómeno universal, que parece tener sus raíces en el rechazo instintivo de la conciencia individual a aceptar la aniquilación total. Antes de la aparición de la conciencia filosófica en el siglo VI y V antes de Cristo; con la escuela de Mileto, la creencia popular, mezclada profundamente de leyendas y mitos, hablaba de un lugar especial a donde iban a parar las almas de los muertos, el Hades. Era un lugar triste y sombrío situado en el centro de la Tierra, bajo el imperio del dios de los muertos, Plutón, y donde las almas erraban silenciosas, como sombras, privadas de todo sentimiento. El Hades era el destino común para todos los mortales, para el simple campesino, como para los grandes héroes de la epopeya homérica. A partir del siglo VI hace su aparición en Grecia una secta religiosa llamada de los órficos, cuya influencia es decisiva no sólo para las creencias religiosas de las grandes masas populares, sino para la reflexión filosófica, en especial de Ia escuela pitagórica, de Sócrates y de Platón. El orfismo enseña que el hombre consta de dos principios, el alma y el cuerpo. Los Titanes se revelan contra Zeus, padre de los dioses, despedazan y devoran a Dionysios niño. Zeus enfurecido los fulmina y con sus cenizas crea al hombre, quien de esta manera lleva en sí una parte titánica, pecaminosa (el cuerpo), y una parte diosiníaca, divina (el alma), que aspira a liberarse de la unión con la otra. De esta manera mitológica explica el orfismo por qué el alma está encarcelada en el cuerpo, y por qué la salvación consiste en la liberación de la cárcel del cuerpo a través de distintas prácticas y ritos religiosos. El alma está sometida a la cárcel del cuerpo, como resultado del pecado «original» de los Titanes al devorar al Dios Dionysios. Después de que el alma logra librarse definitivamente de la esclavitud corporal, ingresa al consorcio de los dioses, llevando junto con estos una vida eternamente feliz. Sin embargo, dicha liberación no se llevaba a cabo en el breve lapso de una vida mortal; es preciso que el alma pase de un cuerpo a otro, para que sometida a diversas necesidades corporales, incluso de animales, llegue a liberarse definitivamente. Los adeptos de la secta órfica podían por medio de ritos y prácticas religiosas acelerar el proceso de purificación del alma.

Hades

Plutón, dios de los muertos

El pitagorismo acepta los dos principios básicos del orfismo: La inmortalidad del alma y la transmigración; «intelectualiza», sin embargo, la necesidad de ritos y prácticas religiosas. El gran método de purificación y, por consiguiente, de liberación es la práctica de la sabiduría. El sabio es de por sí aquel, que llevado por el deseo de contemplar la verdad, reduce al mínimo las necesidades corporales. El culto a la sabiduría exige una ascesis que facilita la liberación de la cárcel del cuerpo. Los placeres de los sentidos, el afán de riquezas, las inquietudes materiales de vestido, comida, etc., son el obstáculo a la vida contemplativa. Dentro de este contexto, se debe entender la afirmación de Sócrates de que la virtud es conocimiento y el vicio ignorancia. No se trata, en el caso de Sócrates, de un conocimiento estático, de información acerca de determinadas verdades, sino más bien, de un conocimiento dinámico, de búsqueda de la verdad a través de la soledad, el aislamiento, el dominio de las propias pasiones. El conocimiento es contemplación, la vida del sabio es una vida dedicada a la contemplación, en donde los sentidos, en lugar de una ayuda, son un estorbo.

El atomismo de Leucipo y Demócrito rechaza la creencia popular órfica de la inmortalidad del alma. El alma está formada por átomos esféricos, que se dispersan nuevamente al desintegrarse el cuerpo. Independientemente del mito órfico de los Titanes, la existencia del alma es postulada por la necesidad de explicar la diferencia entre seres que no se mueven así mismos y seres que se mueven a sí mismos. Al primer grupo pertenecen los minerales; al segundo, las plantas, los animales, el hombre y los cuerpos celestes, como el Sol, la Luna y los planetas errantes. El alma es el principio del movimiento en todos los seres que tienen la propiedad de moverse a si mismos, es decir, que tienen vida. Por esta razón, los átomos que constituyen el alma, según el atomismo, son esféricos, pues al carecer de aristas y concavidades como los demás átomos, pueden mover más fácilmente los átomos del cuerpo, en su colisión con éstos, sin quedar engarzados.

El mérito histórico de Platón está en haber intentado, por primera vez, una demostración racional de la verosimilitud de la inmortalidad del alma humana. Hay dos clases de conocimientos, el uno absolutamente cierto, el otro, aproximativo. El primero, nace de la contemplación de las ideas en sí y se aplica solamente al mundo ideal; el segundo, nace de la observación de lo sensible y se aplica aproximativamente al mundo de lo sensible. La investigación acerca de la inmortalidad del alma, a pesar de ser uno de los problemas más fundamentales para el hombre, no puede superar el nivel de la opinión. A pesar de los esfuerzos de la mente para desvelar el misterio del alma humana, queda algo que sólo podría ser superado por otro camino distinto al del razonamiento, como sería el de la "revelación divina según pretenden algunas sectas, entre ellas, la órfica. El aceptar o no la inmortalidad del alma, con todas las consecuencias que de aquí se derivarían para la práctica moral, supone un riesgo, el propio de toda opinión, que como tal, no lleva consigo la certeza absoluta.

Continuamente aplicamos el concepto de igualdad. Decimos que dos leños son iguales porque así nos lo indican los sentidos; sin embargo, no pueden ser absolutamente iguales, entonces no serían varios, sino uno solo. De una manera semejante, predicamos la belleza, la bondad, la justicia, de muchos objetos sensibles, sin que estos objetos sensibles sean Ia belleza, la bondad, la justicia, en sí. ¿De dónde provienen los conceptos universales? No pueden provenir de la visión ni de los demás sentidos, pues las cosas son solo aproximaciones al contenido de los conceptos. Si no provienen de las cosas sensibles, es necesario suponer que nacemos con ellos, y que al ver o experimentar a través de los demás sentidos las cosas sensibles, se recuerda lo que se vio o experimento antes de nacer. El conocimiento es recuerdo, y si es recuerdo, entonces es necesario suponer que ya antes de nacer teníamos todos los conocimientos que aparecen después, al recordar. El conocimiento es propio del alma, por lo tanto, es preciso suponer que el alma adquirió los conceptos universales de igualdad, belleza, bondad, justicia, etc... antes de unirse al cuerpo en el nacimiento. El alma, pues, preexiste al cuerpo. Sin embargo, la preexistencia no es garantía de inmortalidad futura.

Es necesario completar el razonamiento anterior con otro razonamiento, lo que hace Platón de la siguiente manera: lo simple es incorruptible y lo incorruptible es inmortal. Las ideas son simples, no constan de partes, como todo lo sensible, por lo tanto, las ideas son inmortales, siempre iguales así mismas. El alma humana no es una idea, sin embargo tiene cierta afinidad, cierta semejanza con las ideas, por lo tanto debe ser simple como éstas, y si es simple, es incorruptible, y si es incorruptible, es inmortal. La afinidad del alma humana con las ideas la muestra Platón de distintas maneras. Las ideas son invisibles a los sentidos, el alma humana también. Cuando el alma se sirve de los sentidos para considerar algo, se extravía fácilmente, tomando como realidad lo que es pura apariencia, sin embargo, cuando reflexiona sólo en sí misma, cuando procura desligarse de las condiciones materiales del cuerpo, entonces entra fácilmente a la contemplación de lo que es puro, existe siempre, es inmortal, es decir, de las ideas, como si existiera cierta afinidad entre ellas, el alma y las Ideas. ¿No es pues verosímil suponer que también el alma es simple? ¿Y, consiguientemente, inmortal? Los dos razonamientos se refuerzan mutuamente, el de la preexistencia y el de la simplicidad. Si el alma preexiste al cuerpo, ¿por qué no puede perdurar una vez disuelto el cuerpo? Existe, por lo menos, la posibilidad real de su perduración futura. Esta perduración futura o inmortalidad recibe un apoyo más con la afinidad del alma con las ideas simples, eternas e inmutables; ¿o es que el alma se parece más a lo perecedero y mortal, propio de lo sensible? Todo parece indicar lo contrario, es el cuerpo, y no el alma, el principio corruptible.

Platón no se da por satisfecho, es preciso recurrir a todos los razonamientos que hagan la opinión de la inmortalidad del alma de lo más probable posible. Lo mayor procede de lo menor, y lo menor de lo mayor; lo más rápido de lo más lento, y lo más lento de lo más rápido; el dormir del estar despierto, y el estar despierto del estar dormido. Todas las cosas provienen de sus contrarios. Ahora bien, si esto es cierto, ¿de dónde proviene la vida? De la muerte del cuerpo. ¿y la muerte del cuerpo? De la vida del alma. Dicho de otra manera, si no hubiera muerte no habría nacimiento, y si no hubiera nacimiento no habría muerte. ¿Y cómo imaginar este proceso, por medio del cual la vida procede de la muerte y la muerte de la vida, si no es suponiendo la reencarnación de las almas? Si no hubiera reencarnación, o nada moriría o todo terminaría por estar muerto. Las almas preexisten por lo tanto a los cuerpos, y pasan de un cuerpo a otro ininterrumpidamente, explicando, de esta manera, que la vida procede de la muerte de los cuerpos y que la vida nunca se extingue.

 Platón

El alma es inmortal, pero el destino de los hombres no es el mismo. El alma pura, que se ha dedicado a la contemplación de lo que es incontaminado, puro, simple y eterno, que no ha tenido ningún comercio con el cuerpo, que ha sabido dominar sus pasiones, al disolverse éste, se va a lo que es semejante a ella, a lo invisible, divino, inmortal y sabio, a donde, una vez llegada, le será posible ser feliz, libre de extravío, insensatez, miedos, amores violentos y demás males humanos, pasando el resto del tiempo en compañía de los dioses; el alma impura, por el contrario, que se ha dejado llevar por los placeres del cuerpo, por los cuidados del comer y vestir, que sólo vive para los sentidos, crea una dependencia a lo corporal que la muerte no destruye totalmente y así, errando de un lugar para otro, como una sombra, ansiosa de tomar nuevo cuerpo, termina por unirse a un cuerpo que le sea afín, y así sucesivamente, hasta que comprendiendo que es preciso liberarse de las ataduras de la cárcel del cuerpo, logre reunirse con los dioses, para ser eternamente feliz.

La moral de Platón es continuación y culminación de la moral de Sócrates. La vida virtuosa por excelencia es la del filósofo, que comprendiendo que el mundo de los sentidos es un mundo aparente y engañoso, del cual es necesario liberarse, se dedica a la contemplación de las verdades eternas, despreciando lo perecedero y mudable. El verdadero filósofo no teme a la muerte, ¿cómo ha de temerle si su vida entera es un ejercitarse para morir con complacencia? La muerte es la liberación de la cárcel del cuerpo, de la esclavitud de los deseos y pasiones que sólo causan dolor y tristeza, pues todo lo corporal es perecedero y mudable. El filósofo no ansia bienes de fortuna, ni ser estimado y apreciado por los hombres, no le tiene miedo a la enfermedad, ni al dolor, ni a la misma muerte.

TEXTO

Fedón

-Fíjate bien para ver si piensas como yo. ¿No hay una cosa a que llamamos igualdad? No hablo de la igualdad entre un árbol y otro árbol, entre una piedra y otra piedra, y entre otras muchas cosas semejantes. Hablo de una igualdad que está fuera de todos estos objetos. ¿Pensamos que esta igualdad es en sí misma algo o que no es nada?

-Decimos ciertamente que es algo. Si, ¡por Zeus!

-¿Pero conocemos esta igualdad?

-Sin duda.

-¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿No es de las cosas de que acabamos de hablar; es decir, que viendo árboles iguales, piedras iguales y otras muchas cosas de esta naturaleza, nos hemos formado la idea de esta igualdad, que no es ni estos árboles ni estas piedras, sino que es una cosa enteramente diferente? ¿No te parece diferente? Atiende a esto: las piedras, los árboles, que muchas veces son los mismos, ¿no nos parecen por comparación tan pronto iguales como desiguales?

-Seguramente.

-Las cosas iguales parecen algunas veces desiguales; pero la igualdad considerada en si, ¿te parece desigualdad?

-Jamás, Sócrates.

-¿La igualdad y lo que es igual no son, por consiguiente, una misma cosa?

- No, ciertamente.

-Sin embargo, de estas dos cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, has sacado la idea de la igualdad.

- Así es la verdad, Sócrates -dijo Simmias.

- Y esto se entiende, ya sea esa igualdad semejante ya desemejante respecto de los objetos que han motivado la Idea.

-Por otra parte, cuando al ver una cosa, si imaginas otra, sea semejante o desemejante, tiene lugar necesariamente una reminiscencia.

-Sin dificultad.

-Pero -repuso Sócrates- dime: ¿cuándo vemos árboles que son iguales u otras cosas iguales, las encontramos iguales como la igualdad misma de que tenemos idea, o falta mucho, para que sean iguales como esta igualdad?

- Falta mucho.

-Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esta cosa, como la que yo estoy viendo ahora delante de mí, puede ser igual a otra, pero que le falta mucho para ello, porque es inferior respecto de ella, ¿será preciso, digo, que aquel que tiene este pensamiento haya visto y conocido antes esta cosa a la que dice que la otra se parece, pero imperfectamente?

- Es de necesidad absoluta.

- ¿No nos sucede lo mismo respecto de las cosas iguales, cuando queremos compararlas con la igualdad?

-Seguramente, Sócrates.

- Por consiguiente, es de toda necesidad que hayamos visto esta igualdad antes del momento en que, al ver por primera vez cosas iguales hemos creído que todas tienden a ser iguales, como la igualdad misma, y que no pueden conseguirlo.

-Es cierto.

-También convenimos en que hemos sacado este pensamiento (ni podía salir de otra parte) de alguno de nuestros sentidos, por haber visto o tocado, o, en fin, por haber ejercitado cualquiera otro de nuestros sentidos, porque lo mismo digo de todos.

-Lo mismo puede decirse, Sócrates, tratándose de lo que ahora tratamos.

-Es preciso, por lo tanto, que de los sentidos mismos saquemos este pensamiento: que todas las cosas iguales que caen bajo nuestros sentidos tienden a esta igualdad inteligible, y que quedan por bajo de ella. ¿No es así?

-Sí, sin duda, Sócrates.

- Porque antes que hayamos comenzado a ver, oír y hacer uso de todos los demás sentidos, es preciso que hayamos tenido conocimiento de esta igualdad inteligible, para comparar con ella las cosas sensibles iguales, y para ver que ellas tienden todas a ser semejantes a esta igualdad, pero que son inferiores a la misma.

-Es una consecuencia necesaria de lo que se ha dicho, Sócrates.

-¿Pero no es cierto que, desde el instante en que hemos nacido, hemos visto, hemos oído y hemos hecho uso de todos los demás sentidos?

-Muy cierto.

-Es preciso, entonces, que antes de este tiempo hayamos tenido conocimiento de la igualdad.

-Sin duda.

- Por consiguiente, es absolutamente necesario que lo hayamos tenido antes de nuestro nacimiento.

- Así me parece.

-Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, nosotros sabemos antes de nacer; y después hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es más grande, lo que es más pequeño, sino también todas las cosas de esta naturaleza, porque lo que decimos aquí de la igualdad, lo mismo puede decirse de la belleza, de la bondad, de la justicia, de la santidad; en una palabra, de todas las demás cosas cuya existencia admitimos en nuestras conversaciones y en nuestras preguntas y respuestas. De suerte que es de necesidad absoluta que hayamos tenido conocimiento antes de nacer.

-Es cierto.

- y si después de haber tenido estos conocimientos, nunca los olvidáramos, no sólo naceríamos con ellos, sino que los conservaríamos durante toda nuestra vida, porque saber ¿es otra cosa que conservar la ciencia que se ha recibido, y no perderla? y olvidar, ¿no es perder la ciencia que se tenía antes?

-Sin dificultad, Sócrates.

- y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer, y haberlos perdido después de haber nacido, llegamos en seguida a recobrar esta ciencia anterior, sirviéndonos del ministerio de nuestros sentidos, que es lo que llamamos aprender, ¿no es esto recobrar la ciencia que teníamos, y no tendremos razón para llamar a esto reminiscencia?

-Con muchísima razón, Sócrates.

- Estamos, pues, conformes en que es muy posible que aquel que ha sentido una cosa, es decir, que la ha visto, oído, o, en fin, percibido por alguno de sus sentidos, piense, con ocasión de estas sensaciones, en una cosa que ha olvidado, y cosa que tenga alguna relación con la percibida, ya se le parezca o ya no se le parezca. De manera que tiene que suceder una de dos cosas: o que nazcamos con estos conocimientos y los conservemos toda la vida, o que los que aprendan, no hagan, según nosotros, otra cosa que recordar, y que la ciencia no sea más que una reminiscencia.

- Así es Sócrates.

-¿Qué escoges, tú, Simmias? ¿Nacemos con conocimientos, o nos acordamos después de haber olvidado lo que sabíamos?

- En verdad, Sócrates, no sé al presente qué escoger.

- Pero ¿qué pensarías y qué escogerías en este caso? Un hombre que sabe una cosa, ¿puede dar razón de lo que sabe?

- Puede, sin duda, Sócrates.

-¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las cosas de que acabamos de hablar?

- Yo quería que fuese así -respondió Simmias-; pero me temo mucho que mañana no encontremos un hombre capaz de dar razón de ellas.

-¿Te parece, Simmias, que todos los hombres tienen esta ciencia?

-Seguramente no.

- ¿Ellos no hacen entonces más que recordar las cosas que han sabido en otro tiempo?

-Así es.

-¿Pero en qué tiempo han adquirido nuestras almas esta ciencia? Porque no ha sido después de nacer.

-Ciertamente no.

-¿Ha sido antes de este tiempo?

-Sin duda.

- Por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo, antes de aparecer bajo esta forma humana; y mientras estaban así, sin cuerpos, sabían.

-A menos que digamos, Sócrates, que hemos adquirido los conocimientos en el acto de nacer, porque ésta es la única época que nos queda.

-Sea así, mi querido Simmias -replicó Sócrates-; pero ¿en qué otro tiempo los hemos perdido? Porque hoy no los tenemos según acabamos de decir. ¿Los hemos perdido al mismo tiempo que los hemos adquirido? ¿O puedes tú señalar otro tiempo?

-No, Sócrates; no me había dado cuenta de que nada significa lo que he dicho.

-Es preciso, pues, hacer constar, Simmias, que si todas estas cosas, que tenemos continuamente en la boca, quiero decir, lo bello, lo justo y todas las esencias de este género, existen verdaderamente, y que si referimos todas las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas como a su tipo, que encontramos desde luego en nosotros mismos, digo, que es absolutamente indispensable, que así como todas estas nociones primitivas existen, nuestra alma haya existido igualmente antes que naciésemos, y si estas nociones no existieran, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es esto incontestable?

¿No es igualmente necesario que si estas cosas existen, hayan también existido nuestras almas antes de nuestro nacimiento, y que si aquellas no existen, tampoco debieron existir estas?

- Esto, Sócrates, me parece igualmente necesario e incontestable; y de todo este discurso resulta, que antes de nuestro nacimiento nuestra alma existía, así como estas esencias de que acabas de hablarme; porque yo no encuentro nada más evidente que la existencia de todas estas cosas: lo bello, lo bueno, lo justo, y tú me has demostrado suficientemente (Fedón o del alma).

Referencia:
Vélez, F. (1985). Filosofía 1. Educar Editores S.A.