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Agustín de Hipona

Vida e influencias

San Agustín (Tagaste, 13 de noviembre del 354-Hipona, 28 de agosto del 430). Fue bautizado como cristiano por su madre. De temperamento apasionado, llevó una vida desordenada. Desde su juventud le preocupó el problema del mal, considerando que la explicación cristiana con respecto a la creación del mundo por un «Dios bueno» no resultaba convincente: no se comprende que alguien esencialmente bueno pueda crear el mal. Le pareció más aceptable la explicación del maniqueísmo: hay un principio o Dios bueno, Ormuz, del que procede el alma, y uno malo, Ahrimán, del que procede el cuerpo material, entre los que existe una batalla eterna. San Ambrosio en Milán lo convirtió al cristianismo. Fue bautizado en el año 387 y consagrado más tarde obispo de Hipona. La lectura de Platón (Fedón y Timeo) y de las Enéadas, del neoplatónico Plotino, lo llevaron a aceptar que el mal puede explicarse como «alejamiento» del bien, no como creación de Dios.

San Agustín
San Agustín

Cooperación entre razón y fe

Agustín no hace distinción entre filosofía y teología. La razón y la fe colaboran para lograr la eterna felicidad. Aunque en principio la razón puede ir abriendo el camino hacia la verdad, queda supeditada a la fe una vez que se conoce a Dios. La razón tiene dos funciones fundamentales:

• Permite llegar a la fe, preparando al alma para comprender.

• Una vez llegado a la fe, el hombre debe utilizar la razón para penetrar racionalmente en los datos que la revelación le proporciona de manera gratuita.

Ni la razón ni la fe alcanzan a Dios. Para lograrlo es necesario un esfuerzo de la voluntad y alcanzar el amor a un Dios personal: voluntarismo.

El conocimiento

El conocimiento busca alcanzar la verdad, porque sólo la auténtica verdad proporciona plena felicidad. Pero no basta con buscar la verdad, hay que encontrarla: sólo el verdadero sabio es realmente feliz.

Conocer es posible, pues hasta los escépticos -San Agustín lo fue en su juventud- están ciertos de algo: por ejemplo, del principio de no contradicción. Quien duda está cierto al menos de que duda; luego ya no duda de todo. Tampoco es posible dudar de las verdades matemáticas. Anticipándose a Descartes, Agustín afirma que «si me equivoco, soy». Estamos, pues, ciertos de que existimos y de que vivimos, de que entendemos y de que amamos existir y entender. Tres certezas que recuerdan la imagen de la Trinidad. Los objetos externos solamente son interesantes en cuanto pueden servir de apoyo para ascender hacia el conocimiento de Dios, aunque es preferible servirse del alma, verdadera imagen de Dios, como «peldaño» hacia Él. Los sentidos no nos proporcionan «verdadero» conocimiento. Éste sólo se alcanza cuando el alma se ocupa de verdades eternas inmateriales e inmutables.

La búsqueda de la verdad

Siguiendo a Platón, San Agustín afirma que existen verdades inmutables dentro del alma humana y que son superiores a su capacidad. Pueden ser, lógicas o metafísicas, matemáticas o éticas o estéticas. Estas ideas son los modelos respecto a los cuales juzgamos que las cosas son más o menos perfectas: más o menos justas, más o menos bellas.

Estas ideas ejemplares han de tener su origen en algo infinitamente más perfecto que el hombre. Éstas sólo pueden proceder de Dios. Han de estar en Él. Equivalentes a las formas platónicas, son modelos ejemplares de todo lo existente y forman parte de la esencia de Dios que, al conocerse a sí mismo, conoce todo lo que será creado, incluso los actos libres de la voluntad del hombre. Todas las cosas y criaturas ejemplifican el modelo que existe en la mente divina. En Platón es el Demiurgo el que copia los modelos en la materia, en Agustín es el propio Dios el que los ejemplariza en la materia por la creación. Estas realidades eternas e inmutables que existen en la mente divina y cuyo rastro encontramos en nosotros no son accesibles a la inteligencia humana. En esto se diferencia Agustín de Platón, que sí creía al alma racional capaz de elevarse por sí misma hacia el conocimiento de lo inteligible. Igual que sólo gracias a la luz del Sol podemos ver las cosas visibles, sólo la iluminación divina puede hacer comprensibles las verdades eternas. Es esa «luz» que Dios nos regala la que permite comprender plena y verdaderamente.

Dios

En el Éxodo, Dios dice a Moisés: «Yo soy el que soy». Agustín interpreta que estas palabras significan que Dios «es el ser», la existencia misma, algo absolutamente inmutable. Siguiendo a Platón, afirma que el verdadero ser lo tiene el que no cambia. Aunque Agustín no expone rigurosamente pruebas de la existencia de Dios, considera que el mundo mismo y su conservación es una prueba de tal existencia. El hombre busca la verdad y se percata de que no puede encontrarla en las cosas materiales a través de los sentidos, por lo que se vuelve hacia su propio interior. Se da cuenta entonces de que, aunque la verdad existe, no le pertenece y le trasciende. Ello lo conduce a la necesidad de que Dios sea el fundamento de toda verdad.

Las cosas, mientras existen, son reflejo momentáneo de formas eternas que están en Dios. El orden y unidad de la naturaleza es manifestación de la unidad de su Creador. La bondad de lo creado manifiesta la bondad de Dios. Dios es autoexistente, eterno, simple, inmutable e infinito. Dios creó el mundo por un acto libre de su voluntad. Todas las cosas deben su ser a Dios, y su dependencia de Él es total. También la materia fue creada por Dios a partir de la nada. En esto Agustín no está de acuerdo con Platón, que afirma que la materia es eterna.

Teoría moral

El hombre puede elegir entre acercarse a Dios o apartarse de él. Todo ser humano, incluso el impío, sabe lo que está bien y lo que está mal, porque en su alma lleva impresa la ley de Dios. Es su voluntad libre la que decide. Pero entre Dios y el hombre hay un abismo infinito que sólo puede ser salvado si el hombre recibe ayuda de Dios. La maldad, que efectivamente existe en el mundo, no puede ser obra de Dios, que es absoluta bondad; no puede ser algo positivo. La maldad consiste en algo puramente negativo: el alejamiento de Dios por parte de la voluntad humana. Es una tendencia voluntaria y, por tanto, culpable hacia el no ser. Esta doctrina está inspirada en Plotino, y en ella San Agustín encontró respuesta a los maniqueos.

El Estado y la historia

La humanidad puede ser dividida en dos grandes grupos: los que se acercan a Dios, lo aman y lo ponen por encima de sí mismos, y los que se alejan de Dios y se prefieren a Él. Dos ciudades representan a estos dos grupos. La del primer grupo es Jerusalén, la del segundo Babilonia. La Iglesia católica se identifica con la ciudad del bien, Jerusalén, mientras que el Estado tiende a ser identificado con Babilonia. La ciudad de Dios, la Iglesia, debe tener la primacía para que el Estado se acerque a la verdad. El Estado sin la guía de la Iglesia tenderá a amar las cosas de este mundo y se desviará de la senda adecuada.

Así, la ciudad terrena, que no vive de la fe, apetece también la paz, pero fija la concordia entre los ciudadanos que mandan y los que obedecen en que sus quereres estén acordes de algún modo en lo concerniente a la vida mortal. Empero, la ciudad celestial, o mejor, la parte de ella que peregrina en este valle y vive de la fe, usa de esta paz por necesidad, hasta que pase la mortalidad, que precisa de tal paz. Y por eso, mientras que ella está como viajero cautivo en la ciudad terrena, donde ha recibido la promesa de su redención y el don espiritual como prenda de ella, no duda en obedecer estas leyes que reglamentan las cosas necesarias y el mandamiento de la vida mortal. Y como ésta es común, entre las dos ciudades hay concordia con relación a esas cosas.

SAN AGUSTIN, La ciudad de Dios

Referencia:
Archila, L. (2000). Filosofía. Editorial Santillana S.A.