Política en la Edad Contemporánea

Categoría: Política

El ascenso de la burguesía: liberalismo, nacionalismo y socialismo

La Revolución francesa

El proceso iniciado por la Revolución francesa tuvo repercusiones tras­cendentales en la historia política de Europa. Se trató de una ruptura con un orden político que venía desde la Edad Media, el cual, a pesar de los cambios propiciados por el huma­nismo y la Reforma, no había logra­do desligarse por completo de aquel antiguo orden en el que lo político estaba íntimamente ligado a la mo­narquía y a la religión.

Los antecedentes inmediatos a la Re­volución francesa se encuentran en las ideas de progreso que difundió la Ilustración y en el crecimiento de una burguesía económicamente poderosa y descontenta debido a su marginamiento en las decisiones políticas. Esta situación llevó a que se levantara en contra de los regímenes absolutis­tas europeosEl proceso estalló en 1789 y se dio en tres etapas: una primera que fue hasta el Imperio napoleónico, la se­gunda hasta la Revolución de 1830, y la tercera hasta la Revolución de 1848.

“La Libertad guiando al Pueblo”Eugéne Delacroix, Óleo sobre tela, 1830.

El ideario político que desató el pro­ceso revolucionario francés, además de la Ilustración, fue aportado por el impacto de la independencia de las colonias inglesas en Norteamérica, en 1776. El fundamento se basaba en tres palabras: libertad, representatividad y democracia, las cuales eran los nuevos ideales que recorrían el continente. El impacto de estas tres palabras se entiende desde la necesi­dad que tenían los burgueses de opo­nerse a lo que se conocía como Antiguo Régimen, es decir, el con­junto de las condiciones políticas, económicas y sociales generadas por las monarquías absolutistas.

Las ideas de los filósofos ilustrados sirvieron para cuestionar las bases del orden social y el papel de la Igle­sia, pues afirmaban que esta se debía ocupar de las cuestiones espirituales y no intervenir en la política.

Paradójicamente, fue una de las épo­cas en que menos se firmaron trata­dos políticos. El impacto de la revo­lución se debe más a los hechos que produjo, pues era totalmente nove­doso el ascenso de la burguesía al poder, el fin del Antiguo Régimen, y su consecuencia, la formación de democracias representativas. Para que este último aspecto fuera posible y tras el fracaso de las negociaciones en los Estados generales, reunión de diputa­dos que representaban los tres estamentos que conformaban la sociedad francesa, se convocó una Asamblea Constituyente, lo que aportaba un ele­mento también novedoso porque convertía a la monarquía en constitu­cional. Es decir, el rey ya no podía ac­tuar solo, sino que estaba limitado por el poder de una cámara de represen­tantes elegidos por el pueblo.

El rey Luis XVI intentó disolver la Asamblea Constituyente, lo cual dio lugar, en julio de 1789, a la culmina­ción de la revolución. La Asamblea continuó sus trabajos y adoptó cua­tro medidas de gran importancia po­lítica: proclamó la igualdad de todos los ciudadanos; aprobó la declara­ción de los Derechos del Hombre y el Ciudadano; aprobó la Constitución Civil del Clero, por medio de la cual los cargos eclesiásticos estaban sujetos a las autoridades civiles, y aprobó la Constitución de 1791, en la que se proclamaba la soberanía nacional, la división de poderes y el derecho al voto. Con estas medidas nació una nueva forma de concebir el poder, la política y el Estado.


"Napoleón arengando a sus tropas en el puente del Lech en Augsburgo, 1805", Claude Gautherot, 1820.

Los siguientes años fueron difíciles, las dificultades económicas afecta­ron las decisiones del gobierno, cuya tarea principal era la reorganización del Estado bajo nuevos presupuestos. Esta situación fue aprovechada por el ejército, que se convirtió en el principal actor del escenario político francés, lo cual favoreció el ascenso de Napoleón Bonaparte. Su política creó un modelo de Estado que centralizaba la administración, controlaba la educación y legislaba por decreto.

El liberalismo, el nacionalismo y el Estado nacional

La última etapa de la Revolución fran­cesa se desarrolló con el movimiento de 1848, en el cual los liberales y na­cionalistas, acompañados en esta ocasión de los obreros surgidos de la industrialización, se levantaron con­tra la monarquía. Este movimiento iniciado en Francia se extendió por los países de la Europa mediterránea y central, principalmente Italia, los Es­tados alemanes, Austria y Suiza.

Una de las ideologías políticas que más se favoreció con estos aconteci­mientos fue el liberalismo, puesto que era la ideología que definía a la clase burguesa que se fortalecía a grandes pasos en la medida que se llevaba a cabo la Revolución indus­trial. Inicialmente, durante el siglo XVIII, el liberalismo se entendió como una fi­losofía del progreso, pero en el siglo XIX se fragmentó en varias ideologías distintas, entre las cuales se distin­guieron:

Una primera forma de este libe­ralismo fue el romanticismo polí­tico, el cual estaba alimentado por los recuerdos de la Revo­lución y el Imperio. Se caracterizó por la atención a los problemas sociales más que por las cuestio­nes puramente políticas. La polí­tica clásica consistía en plantear los problemas para intentar resolverlos, los románticos, por su parte, no trataban tanto de resolverlos como de plantearlos en toda su amplitud. Sus repre­sentantes más importantes fue­ron Víctor Hugo, Chateaubriand, Lamennais y Michelet.

Después de la revolución de 1848, el liberalismo se convirtió en la doc­trina de la libertad. Entre sus princi­pios básicos defendía la propiedad privada, la libertad de empresa y de comercio, la libertad personal y de determinación política. En este sen­tido adquirió diversas perspectivas, de acuerdo con las necesidades y las condiciones políticas de cada re­gión.

En Francia, por ejemplo, el libera­lismo permaneció vinculado a la de­fensa de los intereses comerciales. En otros lugares fue económica­mente conservador y proteccionista. En Alemania e Italia, el movimiento liberal promovió el nacionalismo, lo que permitió conformar el Estado nacional. En los países de Oriente, permitió su apertura al comercio occidental; las nuevas repúblicas la­tinoamericanas se inspiraron en esta ideología para crear sus cons­tituciones liberales. 


Estallidos revolucionarios en 1848 en Europa

Sin embargo, uno de los efectos más importantes de la revolución del 48 y del creciente liberalismo, fue la necesidad de la burguesía de fundar Estados sobre una base na­cional, es decir, con un pasado his­tórico, una lengua y una cultura común. Esto motivó los movimien­tos nacionalistas en contra de los sectores dominantes, como ocurrió en Austria contra su rígida monar­quía, en Italia donde se concretó el movimiento de la Joven Italia pro­movido por Giuseppe Mazzini, en Hungría donde los nacionalistas adoptaron una constitución que los proclamó independientes y, más tarde, en Alemania. Así nacían los Estados nacionales.

Uno de los pensadores más sobre­salientes sobre el tema del Estado en esta etapa fue Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), quien opinaba que el Estado debía ordenar a la sociedad civil y procurar la seguridad, la es­tabilidad y la justicia social. Debía propiciar un verdadero sentido de justicia, permitiendo la participa­ción de los hombres en el patrimo­nio social acumulado. Según Hegel, como cada individuo busca su pro­pio interés, era necesario que este fuera miembro del Estado, al cual se debía subordinar como a Dios. Esta concepción mística del Estado implicaba una subordinación total del hombre y de la sociedad, por lo que fue retomada por varios pen­sadores y políticos de regímenes totalitarios.

 Georg Wilhelm Friedrich Hegel.

El nacimiento del socialismo

Frente a la difícil situación social que creó la Revolución industrial, se ge­neraron organizaciones que busca­ban aliviar los conflictos entre trabajo y capital, y acabar con la ex­plotación de la cual eran víctimas los obreros por parte de los capita­listas. Estos fueron los movimientos obreros, que tuvieron su origen en Inglaterra y de donde se expandie­ron por la mayor parte de Europa. Sin embargo, los lentos progresos de estos movimientos, promovie­ron un conjunto de ideas que buscaban la igualdad de condiciones para todos los hombres, las cuales recibieron el nombre de socialistas. Las primeras doctrinas socialistas eran románticas e idealistas, por lo que recibieron el nombre de socia­lismo utópico.

Los socialismos utópicos se caracte­rizaron por su concepción ideal de la sociedad y de los medios para llegar a ella. Las bases sobre las cuales se creó la idealización de una sociedad más justa fueron, en primer lugar, el ideario de la Ilustración y principal­mente la idea de progreso. Junto a ella, se pensó en la necesidad del ré­gimen natural: la necesidad de iden­tificar los acontecimientos humanos con el equilibrio y armonía de la na­turaleza. Todo esto dirigido hacia la creación del "reino de la felicidad", en el cual debían participar todos los hombres sin excepción, para lo cual propusieron sustituir la propiedad privada por la propiedad colectiva; y en vez de empresas individuales, la cooperación fraterna para que el hombre volviera a la felicidad. Estos socialismos utópicos tuvieron un marcado carácter moralista y ético.

Sus pensadores se ocuparon de las consecuencias sociales de la Revolu­ción industrial, especialmente del problema de la producción y de la in­justa distribución de la riqueza. En Inglaterra su principal representante fue Robert Owen, importante em­presario, quien llevó adelante los pri­meros experimentos de seguridad social. En Francia se destacó Claude de Saint-Simon, quien sostuvo que la política tenía por objeto el orden de cosas más favorables a todos los tipos de producción y, por lo tanto, el gobierno tenía como principal mi­sión organizar la economía para lo­grar la reforma social. Otros fueron Charles Fourier y Pierre Proudhon. Estos pensadores se centraron en la reforma de la economía y prescindie­ron de la democracia política para lle­varla a cabo. En cambio, otros socialistas como Etienne Cabet y Louis Blanc no sepa­raron la reforma social de la demo­cracia política.

De igual forma, en el ambiente de la Revolución de 1848, apareció un tipo de socialismo completamente dis­tinto, el socialismo científico, cuyos ideólogos fueron Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895). Estos se inspiraron en la filosofía de Hegel, en los economistas liberales y en los socialistas utópicos.

 Marx y Engels

Con estas bases, desarrollaron una teoría que afirmaba que el socialismo era el resultado necesario de la lucha entre dos clases formadas histórica­mente: el proletariado y la burguesía. Partían de una crítica de la sociedad capitalista y de la interpretación ma­terialista de la historia, según la cual todos los hechos históricos estaban determinados por lo económico. Lue­go, la tarea consistió en investigar el proceso económico del capitalismo sobre el cual brotaron estas clases sociales y el conflicto que sostenían. En seguida, propusieron soluciones a la situación. El descubrimiento del se­creto de la producción capitalista, la plusvalía y la dialéctica materialista de la historia, le dio al marxismo el cáracter de ciencia.

Marx se pronunció contra el trabajo que los obreros realizaban en las na­cientes fábricas porque atentaba contra su dignidad. Los medios de producción ya no pertenecían a los trabajadores y sólo unos pocos eran sus propietarios. Esto producía una lucha entre las clases sociales, que debía llevar a que los trabajadores se organizaran en una clase y luego en un partido. Cuando triunfara la revolución socialista, se instauraría la dic­tadura del proletariado que debía eliminar al Estado vigente, paso pre­vio para lograr la sociedad comu­nista, sin clases. A partir de las tesis marxistas surgieron los socialismos reformistas, que no aceptaron la ne­cesidad de la revolución y propusieron llegar al socialismo a través de un proceso gradual. Algunas de sus pro­puestas fueron subordinar el mer­cado a las necesidades sociales, controlar e intervenir en la economía, restringir la propiedad privada y distribuir el poder político fortaleciendo el Estado democrático.

 Caratula de la primera impresión del Manifiesto del partido comunista.

Marx y Engels tomaron contacto con los movimientos obreros y su resul­tado fue el Manifiesto del partido co­munista, que se convirtió en la base de las organizaciones obreras. Este libro permitió incrementar tanto la expan­sión del movimiento obrero como sus actividades para convertirse en una gran fuerza social. Por este motivo, desde mediados del siglo XIX se ace­leró el proceso de concientización obrera frente a su situación y a su pro­pio reconocimiento como clase social, lo que permitió la organización de los movimientos obreros sindicales y po­líticos en toda Europa.

El imperialismo

Dentro del ambiente político nacio­nalista aparecieron nuevas ideas po­líticas, siendo el imperialismo la más representativa. La acumulación de ri­quezas como consecuencia del capi­tal financiero a lo largo del siglo XIX, abrió la brecha entre el mundo euro­peo que quería modernizar al resto del mundo. La expansión del mer­cado, el ansia del progreso y la nece­sidad de proteger su producción, motivaron la expansión europea. El hecho se inició con la Conferencia de Berlínconvocada por Francia y Alemania, que tuvo lugar entre el 15 de noviembre de 1884 y el 26 de febrero de 1885, con el objeto de dirimir los conflictos surgidos entre las potencias coloniales europeas a raíz de la exploración, ocupación y reparto del continente africano. Se sentaron las reglas del procedimiento internacio­nal para la "ocupación efectiva" de los territorios de África y Asia.

A partir del nacionalismo, en Europa se creó la idea de la superioridad ra­cial de los europeos. Por tanto, sus derechos y deberes se plasmaban en una misión: civilizar a quienes ellos consideraban bárbaros, espe­cialmente a los africanos y asiáticos. Por aquel entonces estaban de moda las teorías de Darwin, quien afirmaba la sobrevivencia de las es­pecies. Se tomó el darwinismo y con él se justificó que la raza más fuerte era la blanca y, por tanto, estaba lla­mada a triunfar sobre las otras. Para los europeos esta justificación im­plicaba un derecho humanitario: el derecho de la conquista para esta­blecer el "buen gobierno", de ma­nera especial el inglés.

Una segunda justificación fue la de­fensa de los intereses económicos, políticos y sociales estrechamente vinculados al nacionalismo europeo. Para esto, consideraron superiores sus virtudes nacionales, lo demás era inferior.

El imperialismo también se justificó afirmando que este aportaba be­neficios económicos y culturales a las naciones conquistadas. En Eu­ropa se creía que la expansión del sistema económico capitalista era necesaria para el desarrollo del mundo.

Referencia:
Galindo Neira, L. E. (2010). Economía y política II.  Editorial Santillana S.A.