Según la biblia, la historia hebraica arranca en torno al siglo XIX a.C. en Mesopotamia, de la mano de Abraham, quien recibió de Dios la orden de conducir a su pueblo hacia Palestina, la Tierra Prometida. En tiempos de Jacob, nieto de Abraham, los hebreos emigraron hacia Egipto para huir de una carestía, y allí crecieron y prosperaron; más tarde, oprimidos y convertidos en siervos o esclavos, fueron liberados por voluntad de Dios y por obra de Moisés, que en el monte Sinaí recibió de Dios la Revelación y la Ley (los diez mandamientos).
Tras un largo peregrinaje a través del desierto llegaron por fin a Palestina. Hacia el año 1000 a.C., las diferentes tribus se unieron en una confederación y formaron un reino monárquico que llegó a la cima de su esplendor y poder con su segundo rey, David, que derrotó a los filisteos y a los arameos, y estableció la capital del reino en Jerusalén.
A la muerte de Salomón, hijo de David, las tribus del norte se rebelaron y el país se dividió en dos: el reino de Judea, al sur, leal a los descendientes de Salomón, y el reino rebelde de Israel, en el norte. La influencia del politeísmo de los pueblos vecinos provocó la intervención de los Profetas, que intentaban mantener la pureza del monoteísmo.
La escisión del reino también provocó su debilitamiento, lo que facilitó la conquista del reino de Israel por los asirios en el año 722 a.C., mientras que la monarquía de Judea fue derrocada en el 587 a.C. por los babilonios, que destruyeron Jerusalén y deportaron a la población a Mesopotamia (en la conocida como “cautividad de Babilonia”).
Solo tras la caída del Imperio babilonio a manos del rey persa Ciro, los hebreos recuperaron su libertad y la potestad de volver a Palestina. Sin embargo, con el retorno a la Tierra Prometida no se recuperaron los fastos del antiguo reino. Los hebreos quedaron sometidos a la voluntad del emperador persa y, más tarde, a la del macedonio Alejandro Magno.
De las endémicas divisiones político religiosas de los hebreos también sacaron provecho los romanos, que en el año 63 a.C. se anexionaron de facto Palestina y la convirtieron en un protectorado romano. En los siglos siguientes, Roma se opondrá a todo intento de reconstrucción de un estado hebreo, y sofocará militarmente la resistencia de los zelotes y cualquier movimiento independentista.
Para suprimir la revuelta del año 70 d.C., el futuro emperador romano Tito no dudó en destruir el templo de Jerusalén, uno de los símbolos de la cultura y religión judaica. En el año 135 d.C., una nueva rebelión independentista fue duramente castigada con la destrucción de Jerusalén y la prohibición a los hebreos de residir en Palestina, lo que dio origen a la “diáspora” hebrea.