A lo largo de su vida, los egipcios se preparaban para el viaje al más allá, un itinerario complejo y mágico que se regía por un conjunto de creencias y conceptos religiosos completamente diferentes a los de cualquier otra civilización, y que incluía ritos como el de la momificación. Para los egipcios, la muerte significaba la separación de las cinco partes esenciales que configuraban al individuo. Tres de ellas estaban directamente vinculadas a la condición material del ser humano: el cuerpo (khet), la sombra (shut) y el nombre (ren).
Después de la muerte, expertos en momificación trataban y preparaban el cuerpo para que pudiese resistir el paso del tiempo. Todas las operaciones eran supervisadas por el embalsamador divino, Anubis, representado por el Sumo Sacerdote de los Misterios. Pero el individuo, además de su naturaleza material, se componía también de dos elementos espirituales e indisociables: uno era el ka, su fuerza vital, una porción infinitesimal de la energía universal cósmica que se depositaba en el ser en cuanto nacía y que no lo abandonaba hasta su muerte.
Los egipcios creían que el ka era forjado por el dios Khnum en su rueda de alfarero, y que recogía el temperamento y las características personales del individuo. El ka acompañaba siempre a la persona, pero se separaba del cuerpo en el momento de la muerte para volver a él más adelante. Sin embargo, este regreso solo era posible si el cuerpo se había conservado bien, y de ahí la importancia de la momificación, dado que el ka debía ser capaz de reconocer el cuerpo al que pertenecía.
El segundo componente espiritual era el ba, el elemento divino y puramente anímico de la persona. El ba, más dinámico que el ka, podía salir de la sepultura para entrar en contacto con el mundo de los vivos. Cuando un egipcio moría, el ba abandonaba su cuerpo y ascendía hasta el reino celestial, aunque por la noche debía volver al cuerpo del difunto. Es decir, iba y venía del mundo de los dioses a la tumba.
La conservación del cuerpo mediante la momificación era una condición imprescindible para poder aspirar al más allá. Gracias a ella se aseguraba el mantenimiento de la identidad del difunto, que posibilitaba el regreso del ka a su cuerpo originario. Pero el difunto también necesitaba una guía que le permitiese obtener la protección de los dioses y esquivar los peligros que se le presentaban tras la muerte.
Esa era la función del “Libro de los muertos”, una colección de fórmulas mágicas, himnos y oraciones. Según la tradición, el conocimiento de estos textos permitía al alma ahuyentar a los demonios que obstaculizaban el camino, y superar las pruebas de los 42 jueces del tribunal de Osiris, dios del más allá.