Natural de Occam, condado de Surrey, al sur de Londres. Entró muy joven a la orden franciscana. Estudió en Oxford y adoptó una actitud de desdeñosa independencia frente a sus contemporáneos. Su ontología se basa en dos postulados: solamente existen los individuos particulares, los cuales se caracterizan por su unidad indivisible, compacta, que no admite distinciones ni divisiones internas.
En su doctrina, Dios es Uno, lo cual lo lleva a preguntarse qué valor tienen los atributos de bondad, sabiduría y potencia, y cómo éstos se distinguen de la esencia divina. En respuesta, rechaza toda distinción, tanto de razón como de forma. Para él no existe más distinción que la real entre una cosa y otra.
Occam no encuentra dificultad en la constitución del individuo singular, para él lo difícil es explicar la naturaleza de lo universal, que existe solamente en el alma, pero todas las cosas fuera del alma son singulares y numéricamente unas.
Habla de abstracción, pero no admite distinción ninguna, real ni de razón, en los objetos particulares, ni entre el singular y el universal. Su abstracción no se refiere a la constitución universal, sino simplemente a un modo de considerar los singulares o los conceptos universales. En realidad, sólo existe el singular, y esto es lo que conocen tanto los sentidos como el entendimiento, el cual es movido por lo singular. Del concepto que tenía sobre los universales se desprende que no se puede tener ninguna noticia de Dios, intuitiva, directa, o sensorialmente, ni por la inteligencia. Por consiguiente, es imposible conocer a Dios por medios naturales. Su existencia no es objeto de demostración sino de fe.
Este mismo concepto se refleja en la moral: no hay cosas buenas ni malas en sí mismas, sino en virtud de los decretos positivos de la voluntad divina, que, así como indica al hombre que lo ame, podría mandar que le odiara, y ambas cosas son igualmente buenas. A esto obedece la separación radical que Occam establece entre el orden de la fe y el de la filosofía, lo que llevó a que el papa Juan XXII le hiciera comparecer en su corte de Aviñon en 1324 condenando como heréticas muchas de sus doctrinas, incluida su defensa de la pobreza como exponente del espiritualismo franciscano.
Fray Guillermo reaccionó huyendo en compañía del general de la orden y se puso bajo la protección del emperador Luis de Baviera en Pisa y luego en Múnich, lo que le costó la excomunión (1328). Murió a causa de la peste negra en el convento franciscano de Munich, Baviera.