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Enrique VIII

Enrique VIII de Inglaterra (1491-1547)

La figura de este monarca inglés es sinóni­ma del gobernante brutal y lujurioso, como que ordenó la muerte de dos de sus seis esposas. Pero más allá de estos lugares comunes, debemos presentar al hombre, su gestión política, al reformador religioso y, para que el cuadro quede completo, la época.

Enrique VIII
Enrique VIII en una de sus pinturas más conocidas.

Hijo de Enrique VII e Isabel de York, sucedió a su padre en el trono de Inglaterra, por la muerte del primogénito Arturo cuando contaba con 15 años y seis meses. Para continuar la dinastía de los Tudor debió casarse con Catalina de Aragón (1485-1536), quien había sido esposa de su hermano Arturo. Ya coronado como rey y aliado con Fernando de Aragón, emprendió una campaña contra Francia con el ánimo de ser también rey de los galos, pero fracasó en su intentó. Más tarde, en 1515, tuvo enfrentamientos con el papa Adriano VI, y desde entonces se afanó por reformar la Iglesia de su patria, pero a su manera. Como no logró tener un herede­ro con Catalina, y enfrentándose a Clemente VII, se casó con Ana Bolena, quien le dio una hija; sin embargo, Ana terminó decapitada para permitir al rey otro matrimonio, esta vez con Jane Seymour, la que a su vez, tras dar a luz un hijo varón, Eduardo, murió. Excomulgado por Roma, fundó la Iglesia Anglicana, de la cual él mismo se nombró jefe supremo y único. Se caracterizó también Enrique VIII por enviar al patíbulo, luego de discrepancias de parecer, a sus más allega­dos colaboradores como Thomas Wolsey, Tomás Moro y Thomas Cromwell. Se casó posteriormente con Ana de Cleves y con Catalina Howard. Se divorció de la primera y mandó decapitar a la segunda por infidelidad. Ya cincuentón contra­jo sextas nupcias con Catalina Parr, la que por un desacuerdo teológico casi termina también decapitada. Enfermo de las llagas que le había dejado desde su juventud la viruela, y tal vez por efectos de su vida desordenada, murió el 28 de enero de 1547, cuando contaba 55 años de edad, dejando como herede­ros del trono a todos sus descendientes, incurriendo así en una de las excentricidades y despropósitos más graves que puede cometer un soberano: enturbiar el asunto de su sucesión.

Su familia

Casado con Isabel de York, Enrique VII necesitaba dos recursos para mantener su posición: hacer alianzas y tener hijos. Se alió, pues, con los Reyes Católicos para cumplir con el primer objetivo; y, en lo que respecta a lo demás, en 1486 su esposa tuvo a Arturo, quien inmediatamente se constituyó en heredero del reino, y en 1489 a Margarita. Gracias al tratado con los reyes de España, se acordó el matrimonio de su primogénito con la infanta Catalina de Aragón; a Margarita se le reservó el futuro rey de Escocia. Fue el 28 de junio de 1491 cuando nació Enrique, nuestro biografiado, y desde su nacimiento recibió el título de duque de York. Nadie en la corte podía sospechar aquel día que este rollizo y vigoroso niño cambiaría años después, y radicalmente, la historia de Inglaterra.

Intervino entonces el destino: el 2 de abril de 1502, su hermano Arturo mu­rió tuberculoso, y la descendencia de la corona recayó en Enrique. Comenzó en ese instante un cúmulo de problemas: el primero de ellos era casar al nuevo heredero. ¿Con quién? Su padre ya tenía la respuesta.

Se casó siendo un adolescente

Estando Enrique a punto de cumplir los 17 años, su padre juzgó que todavía no era el momento de iniciarlo en los asuntos de política, y en 1508 lo encerró en el castillo de Richmond, a donde él mismo acudía para aleccionarlo. No duraría mucho esta situación; un año después, el 21 de abril de 1509, Enrique VII pasó a mejor vida, no sin antes recomendarle a su hijo que se casara con Catali­na de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos, además, la viuda de su hermano Arturo. ¡Tamaño problema! Sería un gran pecado casarse con la que había sido esposa de Arturo, según las leyes del Levítico, fielmente acatadas por la nobleza inglesa. No obstante, pudo comprobarse, por medio de un meticuloso examen, y también la aceptación de Catalina, que su matrimonio con Arturo nunca había llegado a consumarse, razón por la cual la futura reina era todavía virgen. El 11 de junio de 1509, en el palacio de Greenwich, el arzobispo de Canterbury bendijo la unión de Catalina y Enrique, ceremonia ésta que se convertiría en una constante a través del desarrollo de su vida.

Enrique VIII y Catalina de Aragón
Enrique VIII y Catalina de Aragón.

Fue proclamado rey

El 22 de abril de 1509, al día siguiente de la muerte de su padre se realizó la solemne proclamación; Enrique VIII era el soberano de Inglaterra. El pueblo deliraba; los ingleses presentían que con el nuevo rey, joven y rozagante de salud, la suerte de Inglaterra sería totalmente distinta a la de años atrás. No obstante, antes de las celebraciones se realizaron grandiosos funerales a Enrique VII. Veinticuatro horas después, todos los habitantes de Londres ya estaban bailan­do, comiendo y bebiendo. Lástima que la alegría de los londinenses y de toda Inglaterra fuera desapareciendo poco a poco, hasta llegar a convertirse en una especie de hastío a causa del nuevo monarca.

Todo rey se preocupa por tener un heredero de su trono, para así preservar su nombre, su fortuna, y el poder en manos de una misma familia; Enrique VIII no podría ser la excepción. Y había razones para angustiarse. Catalina concibió primero una niña, que nació muerta; Enrique VIII saltó de alegría cuando después de otro embarazo la de Aragón dio a luz un varón... pero murió a las seis semanas de su nacimiento. Entonces Enrique comenzó a creer que era cierto que había cometido pecado al casarse con su cuñada. Dios lo castigaba: no quería darle un heredero.

Atacó a Francia

Por discrepancias con Luis XII, rey de Francia, Enrique VIII se alió a Fernando de Aragón, con el ánimo ambicioso de obtener para sí otra corona, y qué mejor que la de los franceses. Sin embargo, los ejércitos ingleses no alcanzaron ningún éxito en su empresa, y tuvieron que regresar, apenados como parias, a su patria. Enrique VIII se disgustó; él quería como resultado de su ataque un baño de sangre. Dominando su ira, debió confesar en público que el ejército había regresado de acuerdo con instruccio­nes dadas por él y por el rey de España. Pero no se quedaría con un fracaso a sus espaldas. Más tarde, terminados unos preparativos más eficaces, proclamó que iba a tomar posesión de una Francia que le pertenecía y a humillar a Luis XII. El 30 de junio de 1513 los ingleses desembarcaron en Calais, y luego de unos moderados éxitos, el rey debió regresar a Londres. Sin embargo, la escara­muza en Francia le dejó un recuerdo imborrable: adquirida la viruela, ésta le produjo una úlcera en una de sus piernas, lo cual agrió su carácter.

El papel que desempeñó Thomas Wolsey

Quien fuera inicialmínte consejero de Enrique VIII, llegaría años después a ceñir sobre su cabeza el capelo cardenalicio. Este Wol­sey fue un perspica: observador que se percató de lo que el rey ocultaba bajo sus brillantes actitudes: un temor tal vez heredado de su padre, que nadie en la corte vislumbraba con facilidad. Wolsey llegó a asumir las funciones de un auténtico primer ministro y era el único intermediario entre el soberano, sus subditos y los países extranjeros. Amaba también apasionadamente el po­der, y se desplazaba siempre precedido de un largo cortejo. Todo lo anterior nos puede dar una idea de la influencia que tenía para lograr que Enrique VIII accediera a todas sus insinuaciones, consejos y recomendaciones y que obrara de tal o cual manera, según la circunstancia que estuviera sobre el tapete. En fin, Wol­sey era, sin lugar a dudas, la sombra del rey, y además, su más fiel confidente. Pero el afecto de Enrique terminaría muy pronto.

Enrique VIII y Thomas Wolsey Enrique VIII y Thomas Wolsey.

Sus relaciones con la Iglesia

Sucedió que en 1515 se produjo el primer conflicto con la Iglesia por un asunto que inquietó a Enrique VIII, quien siendo hijo respetuoso de la Iglesia no aceptaba, sin embargo, sometérsele, y menos aún concederle más preben­das. El clero impopular ostentaba un poder que al monarca inco­modaba; y algunos hombres partidarios de la reforma denuncia­ban desde hacía tiempo la avaricia y relajación de costumbres que lo caracterizaba. Era tanta su preocupación que consultó a los frailes dominicos si se podía hacer comparecer a un clérigo ante un tribunal laico por un crimen civil. La respuesta fue afirmativa, y entonces Enrique formó un tribunal compuesto por jueces nombrados por él mismo, y acusó al clero de pretender enfrentar la autoridad del papa contra la de la corona. Seria éste el principio de unas tensas relaciones que, años más tarde, llegarían a su final por causa, nada raro, de una mujer.

Apareció en su vida Ana Bolena

Entre las damas de honor de la reina se destacaba una por su juventud y hermosura, llamada Ana Bolena, quien se había hecho presente en la corte en 1517. Ella sabía que su hermana Marie había concedido al rey muchos momentos felices en el lecho, y era consciente de que posiblemente el soberano pretendiera lo mismo con ella. Y así fue. Enrique VIII le puso el ojo y se enamoró perdidamente de la joven. Pero no resultó para el rey una presa fácil; a pesar de sus constantes requerimientos, Ana rehuía su presencia y no demostraba el mínimo interés por convertirse en otra de sus amantes. Claramente ella se lo dijo: sólo lo acompaña­ría al lecho como esposa, lo cual, con Catalina de por medio, era imposible. Pero esta palabra no existía para un rey como Enrique VIII; su deseo más grande era conseguir una mujer que le diera un hijo varón, y para lograrlo estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, con esposa o sin ella.

Ana Bolena Ana Bolena.

Wolsey

No le criticamos al cardenal Wolsey su deseo de ser papa, ya que esa suele ser la máxima ambición de todo prelado. Fallecido el papa Adriano VI se reuniría un nuevo cónclave, y Wolsey no estaba dispuesto a dejar pasar esa oportunidad para ceñir la tiara. Pero sucedió que después de casi dos meses de inauditas negocia­ciones, Julio de Médicis logró reunir a su favor los votos de las mayorías españolas, italianas y francesas. A partir de entonces, el adversario de Wolsey ocuparía el trono papal con el nombre de Clemente VII, con quien Enrique VIII llegaría a tener más tarde serias discrepancias.

Caído Wolsey en desgracia con Enrique VIII, fue nombrado en su reemplazo Tomás Moro, considerado como un extraño ministro para un déspota; al principio, Moro rehusó el puesto, pero después lo aceptó, no sin antes haber recibido de Enrique VIII la promesa de que jamás sería obligado a hacer nada repulsivo a su concien­cia. Al igual que Wolsey, Moro tuvo una gran influencia sobre el rey; sin embargo, posteriormente sucedió algo que a nadie puede parecer extraño; así como Wolsey había resultado expulsado de la corte, Tomás Moro sería enviado a la Torre de Londres, es condenado en juicio sumarísimo ordenado por el rey Enrique VIII y sentenciado a muerte por el delito de alta traición, por no querer prestar juramento antipapista, siendo decapitado, sin más dilación el 6 de julio de 1535. No obstante, entraba en escena otro personaje que desempeñaría un importante papel durante lo que quedaba de reinado de Enrique VIII: Thomas Cromwell.

Su deseo de tener hijos

Enrique VIII y Ana Bolena
Enrique VIII y Ana Bolena.

Decidido a divorciarse de Catalina, y en garras de Ana Bolena, desoyó conse­jos, se ganó más enemigos, y se dispuso a probar que a su voluntad nada ni nadie se le podía oponer. En julio de 1532 escapó con Ana, sin importarle los comentarios del pueblo y de la Iglesia. Supo que la Bolena estaba embarazada, y se casó en secreto con ella el 25 de enero de 1533 en el palacio de York; Catalina fue repudiada y por su parte el papa Clemente VII también actuó rápidamente: exco­mulgó al rey.

Con el embarazo de Ana de por medio, Enrique se hallaba muy entusiasmado para ponerle atención, por el momento, a tal hecho. El 7 de septiembre de 1533 nació una niña a la que pusieron por nombre Isabel. Una vez más el destino le jugaba al rey una mala pasada: nada de hijos varones. No obstante pronto surgiría otra dama, a la que Enrique VIII le brindaría la oportunidad de tener ese honor: Jane Seymour.

Se convirtió en el creador de una nueva Iglesia

A raíz de la excomunión, Enrique VIII invitó a todos los notables del reino a jurar que reconocían a la princesa Isabel como heredera suya y rompían lazos con Roma. Fue una especie de lo que ahora se llama referéndum, y quienes no se mostraran de acuerdo serían considerados culpables de alta traición. Tomás Moro era uno de quienes deseaba que la Iglesia británica tuviera una reforma, pero no podía aceptar la manera como la proponía el rey. El 13 de abril de 1534, Tomas Moro, se niega a firmar el acta que reconoce a Enrique VIII como jefe de la iglesia y a consentir su divorcio de Catalina de Aragón, como resultado de su posición, fue enviado a comparecer ante el arzobispo de Canterbury. Mori­ría decapitado al siguiente año. En septiembre de 1534 dejó de existir Cle­mente VII, siendo sucedido por Pablo III. Esta circunstancia la aprovechó Enrique VIII, quien aconsejado por Cromwell decidió dar la puntada final de su obra: el 3 de noviembre de 1534, el Parlamento británico aprobó la Ley de Supremacía que proclamaba al rey como «jefe supremo y único en la Iglesia de Inglaterra». Se iniciaba así una nueva doctrina ingle­sa que adquirió más tarde el nombre de Iglesia Anglicana.

Ordenó decapitar a Ana Bolena

Jane Seymour era una bella inglesita de 25 años, dama de honor primero de Catalina y después de Ana Bolena. Cuando la descu­brió, Enrique VIII quedó deslumbrado y ahí mismo decidió hacer­la su esposa. Pero, entonces, ¿cómo deshacerse de Ana?

El 2 de mayo de 1536, Ana Bolena fue detenida durante el almuerzo y es encarcelada en la Torre de Londres, acusada de mantener relaciones con su propio hermano, con otros tres caballeros de la cámara privada y con un músico de la corte, además de conspirar con ellos contra la vida del rey. Todos serán juzgados y acusados de alta traición. Su culpabilidad nunca se podrá probar.

La bella Bolena terminó en el cadalso, siendo decapitada el 19 de mayo de 1536. No sería mucha la pena de Enrique VIII; sólo once días más tarde, el 30 de mayo, contrajo nupcias con Jane Seymour. Y su alegría se desbordó, cuando el 12 de octubre de 1537, por fin la reina de turno dio a luz un varón, a quien se llamó Eduardo. No obstante, hay que reconocerlo, el jamás tuvo buena suerte. El 24 de ese mismo mes, Jane murió como consecuencia de unas fiebres contraídas en el parto. O sea que en menos de dos años, el rey de Inglaterra perdió a dos de sus esposas: una por su voluntad, y la otra por imponderables que ni el mismo soberano pudo evitar.

Enrique VIII y Jane Seymour Enrique VIII y Jane Seymour.

Casarse de nuevo

Ya había fallecido su primera esposa Catalina de Aragón; Ana Bolena dio con su cuello en el patíbulo y Jane Sey­mour se había extinguido después de un parto; pero Enrique VIII seguía vivo; y tenía que encontrar otra damita para calmar sus ímpetus amorosos. La de turno se llamó Ana de Cleves; fea, delga­da, sin ningún atractivo, el rey se casó con ella, el 6 de enero de 1540 en el Palacio de Placentia, en Greenwich, cerca de Londres, sólo para cumplir la palabra empeñada. Enrique deseaba romper el enlace pero no quería ser violento o injusto con Ana, así que pronto se encontró un pretexto para el divorcio. Poco después, pidieron a Ana su consentimiento para una nulidad, a lo que ella accedió. El matrimonio se anuló el 9 de julio de 1540 alegando falta de atractivo de Ana y escasa educación, por lo que también sostiene que el matrimonio no ha sido nunca consumado.

Fue conquistado por Catalina Howard, mucho más joven y bonita que Ana de Cleves, pero también mucho más alocada. Desflorada desde su adolescencia, no tuvo durante su corta vida ningún inconveniente en brindar sus favores a todo hombre que le agradara. Y a pesar de haberse casado nada menos que con el rey de Inglaterra, no puso freno a sus pasatiempos en la cama. Descu­bierta por hombres de confianza de Enrique y acusada ante él, Catalina Howard también debió sucumbir ante la espada del verdugo, es formalmente acusada de adulterio y encerrada en la Abadía de Middlesex hasta el momento de su ejecución que se produciría el 13 de febrero del año 1542. Por quinta vez, el ahora mofletudo y llagado Enrique VIII, se encontraba solo, sin nadie que satisficiera sus instintos apasionados. Pero no perdía la esperanza... buscaría otra oportu­nidad.

Ana Cleves
Retrato de Ana Cleves, por Hans Holbein el Joven, 1539.

El final de Thomas Cromwell

Así como Enrique acababa con sus esposas, también lo hacía con sus más allegados colaboradores. Cromwell fue acusado de traidor en la sala del Consejo de la corte; y él, que había enviado alegre­mente al suplicio a tantos inocentes, que había visto morir a una reina, a obispos, a personas íntegras como Tomás Moro, no alcan­zaba a comprender su propia desgracia. El 28 de julio de 1540 fue decapitado. Se reconocería muchos años más tarde que Cromwell era uno de los hombres de Estado más destacados de Inglaterra, pero la bajeza con la que actuó, y sus injustas acusaciones para deshacerse de supuestos enemigos, lo colocaron por debajo de quien fuera su rey y señor, Enrique VIII.

Tuvo el privilegio de sobrevivir al rey

Su sexta esposa, Catalina Parr, como las anteriores, había sido dama de honor de la corte, y además se ocupaba de cuidar al heredero de la corona, Eduardo, y a las hijas de Enrique VIII, Isabel y María. El 12 de julio de 1543, el rey se casó con ella, sin importarle que fuera católica. Por ese mismo motivo no tardaron en presentarse discrepancias entre los esposos, enfureciendo tanto al rey, que llegó al extremo de ordenar su ejecución. No obstante, antes de que sus bizarros llegaran a los aposentos de la reina, Enrique VIII fue a visitarla, y se reconcilió con ella. En otras palabras, Catalina Parr se salvó de la muerte por escasos minutos y, afortunadamente, hasta el fallecimiento de su esposo, no volvie­ron a presentarse disgustos que hicieran peligrar su integridad. Ya por entonces, Enrique se encontraba débil de salud. Las llagas de sus piernas comenzaban a expeler el fétido olor que ni él mismo soportaba. Se acercaba poco a poco el final de su reinado y de su vida.

Matrimonio de Enrique VIII y Catalina Parr Matrimonio del Rey Enrique VIII y Catalina Parr.

Sus últimos días

Sintiendo que la parca estaba próxima a visitarlo, Enrique VIII redactó su testamento, el cual, ironías de la vida, encabezó con esta frase:« En el nombre de Dios y de la Virgen y de todos los santos del cielo». Entrando en materia, legó su reino a Eduardo, a María y a Isabel, y a todos sus herederos. Solicitó que su cuerpo fuera inhu­mado junto al de Jane Seymour, la única mujer que le dio un hijo supérstite.

Hizo bien en redactar su testamento, pues a los pocos meses, el 28 de enero de 1547, dejó de existir. Durante la minoría de edad de su hijo Eduardo, él había solicitado que gobernara un Consejo compuesto por hombres de su absoluta confianza. Lo que nunca se supo fue si su otra petición se cumplió: «que todos los días debía celebrarse una misa en Windsor por su alma, ¡hasta el fin del mundo!».

Muerte de Enrique VIII
Muerte de Enrique VIII.

Referencia:
Congrains Martín, E. (1989). Vida y Obra de Reyes y Emperadores. Colosos de la Humanidad. Editorial Forja Ltda.